Literatura de Puerto Rico
Tomado de: http://www.ciudadseva.com/
Hablar de Literatura en Puerto Rico es hablar, en definitiva, de muchas manifestaciones culturales que, en algunos casos, exceden de lo que estrictamente se entiende por literatura: de la mitología arahuco taína, del areyto, de las crónicas de los hombres que llegaron desde el otro lado del Atlántico y que trajeron consigo un nuevo modo de concebir el mundo, de la literatura que se produjo en el territorio que hoy conocemos como Puerto Rico cuando éste era una colonia de la Corona española, de la literatura de transmisión oral muy presente en la edad moderna, y de los distintos períodos en los que se divide la producción literaria paralela a la española, hasta desembocar en la literatura de Puerto Rico como entidad.
Sin embargo, a la hora de estudiar la producción literaria en el ámbito hispanoamericano, al investigador de la literatura se le plantea un dilema difícil de resolver, un dilema sobre todo de referencia, es decir, de lo que se entiende por literatura en sí misma, qué es lo que se puede incluir dentro de ella, debido a la diversidad de manifestaciones artísticas y culturales que han tenido cabida en el ámbito geográfico que en este caso está delimitado por la circunscripción insular. Así, se debe incluir (o no) la tradición simbólica anterior a la llegada de Colón, o las crónicas de los navegantes que llegaban a estas tierras, o incluso la tradición oral que no fue plasmada en textos escritos. Pero esto es tan sólo el punto de partida, puesto que es necesario diferenciar también qué es lo que estrictamente se debería entender como literatura puertorriqueña y qué lo que debería incluirse en la literatura española de los colonos que se asentaron en estas tierras. Y, por supuesto, dirimir qué puede considerarse como literatura puertorriqueña propiamente dicha antes del nacimiento de Puerto Rico como estado.
Con estas premisas, el presente artículo hará un somero repaso por toda manifestación literaria, ya esté escrita o no, que haya nacido del ingenio de cualquiera persona que, por diversos motivos, se encontrara en la isla o se sintiera perteneciente a ella, al margen de que fuera arahuaca, española o puertorriqueña.
Mito y realidad literaria en el Boriquén indígenaLa literatura del descubrimiento y la conquistaLa literatura de los siglos colonialesEl siglo XIX en Puerto RicoPreludiosEl RomanticismoPrimera época románticaLas colecciones literariasLas figuras del primer RomanticismoOtros escritores del primer período románticoSegunda época románticaPoesíaTeatroNarrativaEnsayoLa poesía de José de DiegoRealismo y NaturalismoLa prosaEl teatroLa poesía modernista: la figura de Luis Lloréns TorresLa prosa modernistaOtras manifestaciones literarias modernistasLos vanguardismosLa Generación del treintaEl ensayoLa poesíaLa narrativaEl teatroLa Generación del cuarenta y cincoLa narrativaLa poesíaEl teatroEl ensayoLa poesíaLa narrativaEl teatroUna nueva generación en ciernesPanorama de las letras puertorriqueñas en los últimos años del siglo XX"Nuyorican writers"La última década del siglo XXLa "red" atrapa a Puerto RicoBibliografía
Aproximadamente 350 años antes de la llegada de Colón a Las Indias, la antigua Boriquén prehispánica, como fue también el caso de la vecina Española o el oriente de Cuba, había sido invadida por la última oleada de pobladores de origen arahuaco continental de los territorios sudamericanos de las Guayanas y la Amazonia. El establecimiento de esta cultura taína (pues así fue llamada) neolítica fue enriquecida con algunos influjos materiales más avanzados, procedentes probablemente de indígenas del Yucatán y de América Central.
Hasta la fecha no se conoce ninguna manifestación escrita del folklore taíno, si bien el hecho de la existencia de petroglifos (cuya explicación aún no tiene un argumento convincente) da fe de la existencia de, al menos, una tradición oral que desgraciadamente se ha perdido.
Gracias al religioso jerónimo catalán fray Ramón Pané, quien viviera en la Española de 1494 a 1499, nos ha llegado un completo compendio del caudal de ritos y creencias de los aborígenes de aquella época que de por sí constituye un acervo literario de los arahuacos insulares. Por él conocemos el pensamiento cosmogónico y teogónico de estos indígenas y su concepción mítico-religiosa del mundo que les rodeaba. Así, sus mitos hacían referencia al origen del cosmos, de la humanidad y la vida después de la muerte, así como otros mitos propios de la mitología arahuaca.
Por otro lado, gracias al propio Pané y a otros cronistas se sabe de la existencia del areyto, un canto de índole épica que se bailaba al sonoro ritmo de los tambores hechos de madera hueca que los indígenas denominaban mayohavau. Estos cantos, del mismo modo que ocurre en tantas culturas a lo largo y ancho del globo, cantaban las hazañas de los héroes de otros tiempos, de los caciques de antaño, sus genealogías y las batallas en las que participaron; y como ocurre también en casi todo el mundo, no han llegado hasta nuestros días.
El antiguo Boriquén de los taínos pasó a llamarse San Juan Bautista, toda vez que la isla fue "descubierta" por la expedición colombina y más tarde explorada e inicialmente colonizada por Juan Ponce de León. Como ocurrió en casi todo el territorio centro y sudamericano, el ocaso de la cultura aborigen corrió tan rápido como los ejércitos de los conquistadores, por lo que ésta dio paso a la cultura de los nuevos habitantes de la isla que venían del otro lado del Atlántico. Es por ello que desde los albores del siglo XVI hasta el establecimiento de la colonia se debe hablar de la literatura del descubrimiento y posterior colonización.
El antiguo Boriquén de los taínos pasó a llamarse San Juan Bautista, toda vez que la isla fue "descubierta" por la expedición colombina y más tarde explorada e inicialmente colonizada por Juan Ponce de León. Como ocurrió en casi todo el territorio centro y sudamericano, el ocaso de la cultura aborigen corrió tan rápido como los ejércitos de los conquistadores, por lo que ésta dio paso a la cultura de los nuevos habitantes de la isla que venían del otro lado del Atlántico. Es por ello que desde los albores del siglo XVI hasta el establecimiento de la colonia se debe hablar de la literatura del descubrimiento y posterior colonización.
Capítulo importante de la literatura de esta época es la figura del cronista de Indias, y entre ellos sería injusto no mencionar las impresiones que la isla produjo en el propio Cristóbal Colón durante su segundo viaje al nuevo continente. Estas impresiones nos han llegado indirectamente, ya que se ha perdido el diario de a bordo del almirante genovés. Así, cabe destacar las crónicas del humanista italiano Pedro Mártir de Anglería (1457-1526), al célebre fray Bartolomé de las Casas (1470-1566) y al propio hijo de Colón, Hernando (1488-1539), en cuya Vida del almirante don Cristóbal Colón (que no llegó a editar) se encuentra íntegra la ?Relación acerca de las antigüedades de los indios?. De los citados es Bartolomé quien hiciera los informes más detallados de la isla, en su labor de coleccionar documentos y de registrar testimonios sobre el descubrimiento, conquista y colonización de la que sería América.
Diego Álvarez Chanca, doctor sevillano que participó en la segunda expedición colombina, con la curiosidad natural del hombre de ciencias, también escribió sobre la isla, especialmente sobre su naturaleza (de la que resalta su exuberancia y verdor).
En cuanto a los historiadores, debe destacarse a Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557) quien, en su Historia general y natural de las Indias, da una relación extensa y detallada del estado en el que se encontraba la isla.
Sin embargo, los documentos más antiguos e importantes redactados en Puerto Rico (1460-1521) serían los de su conquistador y primer gobernador, Juan Ponce de León, quien, entre 1509 y 1521, registró en sus escritos sus gestiones de exploración, conquista y colonización de la isla. Por otro lado, y dentro de la poesía épica, Juan de Castellanos (1522-1607), en sus Elegías de varones ilustres de Indias, dedica la elegía VI al propio Ponce de León, así como otros hechos relativos a la isla.
Entre los siglos XVI y XVIII, los territorios conquistados se fueron consolidando como colonia, lo que trajo consigo una producción literaria que no buscaba, en un principio, el aspecto creativo o estético, sino que más bien se centraba en narrar, de una manera más o menos objetiva, la laboriosa creación de dicha colonia. Así, durante este período proliferaron toda una serie de cartas, relaciones y memorias que los sucesores de Ponce de León, diversos oficiales reales y algunos vecinos, escribieron para narrar, bien oficialmente o bien a título personal, los acontecimientos que se iban desarrollando en la colonia.
Entre los siglos XVI y XVIII, los territorios conquistados se fueron consolidando como colonia, lo que trajo consigo una producción literaria que no buscaba, en un principio, el aspecto creativo o estético, sino que más bien se centraba en narrar, de una manera más o menos objetiva, la laboriosa creación de dicha colonia. Así, durante este período proliferaron toda una serie de cartas, relaciones y memorias que los sucesores de Ponce de León, diversos oficiales reales y algunos vecinos, escribieron para narrar, bien oficialmente o bien a título personal, los acontecimientos que se iban desarrollando en la colonia.
La memoria de Melgarejo (1582), escrita en colaboración y a solicitud del gobernador Juan López de Melgarejo entre el bachiller Antonio de Santa Clara y el nieto del conquistador de la isla, el presbítero Juan Ponce de León Troche (ca. 1525-1590), a la sazón primer historiador puertorriqueño, ofrece una descripción material de la colonia y de la sociedad de ésta, y constituye una fuente fundamental para el conocimiento de la historia insular durante los tres primeros cuartos de siglo de existencia de la colonia. A ésta hay necesariamente que sumar otras tres relaciones que se escribieron durante el siglo XVII, a saber: la de Diego de Larrasa en 1625, titulada Relación de la entrada y cerco del enemigo Boudyono Henrico en la ciudad del Puerto Rico de las Indias, que narra el ataque que sufriera la capital de la colonia en aquel año; la carta que fray Damián López de Haro (1581-1648) envió a Juan Díaz de la Calle, oficial de la Secretaría de la Nueva España en el Consejo de Indias, en la que narra las experiencias e impresiones que a éste le produce su residencia en la isla; y, por último, la Descripción de la isla y ciudad de Puerto Rico de Diego de Torres Vargas (1615-?), secretario criollo del obispo López de Haro.
El Siglo de Oro español también dejó cierta impronta en los autores de la colonia, toda vez que el obispo Bernardo de Balbuena (1568-1627), que llegó a la isla en 1623, escribió parte de su producción literaria durante su estancia en la colonia; además, a la muerte de éste, la obra Teatro popular... del madrileño Francisco Dávila y Lugo fue también escrita durante la estancia del autor en San Juan de Puerto Rico.
En cuanto a la poesía, quizá el primer poeta puertorriqueño conocido sea Francisco de Ayerra Santa María (1630-1708), formado en la vecina Nueva España adonde se trasladó muy joven desde su ciudad natal de San Juan. Escritor que se incluye dentro de la corriente literaria de Luis de Góngora, propia del México de aquella época, componía sus poemas tanto en latín como en castellano; sus sonetos, escritos en esta última lengua, son muy celebrados.
A Carlos de Sigüenza y Góngora, a menudo autor barroco, se debe el libro Infortunios que Alonso Ramírez, natural de la ciudad de San Juan de Puerto Rico, padeció..., narrados con un estilo llano propio del personaje, un carpintero que describe las hazañas de su viaje alrededor del mundo.
Por último, cabe destacar la obra, vastamente documentada, Historia geográfica, civil y política de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, publicada en 1788, cuyo autor, fray Íñigo Abbad y Lasierra (1745-1813), secretario y confesor del obispo fray Manuel Jiménez Pérez, hombre de amplia formación intelectual, residió once años en la isla durante los cuales escribió la citada obra.
Al margen de esta literatura, más o menos oficial, debe destacarse una tradición folklórica literaria que poco a poco vino desarrollándose en la isla y cuyas raíces hay que encontrarlas en la propia tradición peninsular de los colonos llegados de España, así como en las circunstancias materiales y espirituales de los criollos insulares y las aportaciones étnicas y culturales de los esclavos provenientes de África. De esta forma, hay que destacar los romances y romancillos, las coplas, décimas y decimillas, cantos y rimas infantiles, así como la poesía ritual de ceremonias, fiestas y actos populares, los refranes, adivinanzas y cuentos, que se transmitieron de boca en boca en la isla durante todo el período colonial.
Durante el siglo XVIII también escribieron Alejandro O´Reilly (1725-1794) su Relación circunstanciada del actual estado [...] de la isla de San Juan de Puerto Rico, y Fernando Miyares González (1749-1818) las Noticias particulares de la isla y plaza de San Juan Bautista de Puerto Rico.
La invasión napoleónica de 1808 y la posterior constitución de las Cortes de Cádiz supusieron un cambio de mentalidad en la metrópoli hispana en relación con sus colonias del otro lado del Atlántico. El liberalismo político que comenzó a instaurarse en España caló pronto en la América hispana, y Puerto Rico no iba a ser una excepción. La población insular comenzó a desarrollar una conciencia colectiva que pronto se tradujo en un embrionario sentido unitario, el cual desembocó en una necesidad de demostrar las características singulares del sentir criollo y un acercamiento a posturas que demandaban de la metrópoli no sólo una autonomía en mayor o menor medida efectiva, sino algo mucho más cercano a lo que en las fronteras vecinas se fue poco a poco transformando en independencia a medida que el siglo llegaba a su fin.
Para el desarrollo de este sentir la prensa tuvo un papel definitivo, no sólo para la transmisión de las ideas políticas, sino también para la divulgación de una producción literaria que se acercaba a los movimientos artísticos que mayor relevancia tuvieron en la época, como son el Romanticismo por un lado y el Realismo y Naturalismo por otro. La aparición, en 1806, del primer periódico isleño, La gaceta de Puerto Rico, dio pie a la aparición de otras publicaciones que asimismo divulgaron informaciones de carácter político, administrativo y comercial, entre ellas el Diario Económico de Puerto Rico (1814-1815), El Cigarrón (1814), El Investigador (1820-1822), Diario Liberal y de Variedades de Puerto Rico (1821-1822), Piedra de Toque (1822) y El Eco (1822-1823). Hasta 1839 dichas publicaciones dieron acogida también a las tendencias estéticas que se desarrollaron en la anterior centuria, esencialmente el Neoclasicismo, junto con una actitud prerromántica y un incipiente criollismo-costumbrismo que pronto se desarrollaría en el territorio insular.
La invasión napoleónica de 1808 y la posterior constitución de las Cortes de Cádiz supusieron un cambio de mentalidad en la metrópoli hispana en relación con sus colonias del otro lado del Atlántico. El liberalismo político que comenzó a instaurarse en España caló pronto en la América hispana, y Puerto Rico no iba a ser una excepción. La población insular comenzó a desarrollar una conciencia colectiva que pronto se tradujo en un embrionario sentido unitario, el cual desembocó en una necesidad de demostrar las características singulares del sentir criollo y un acercamiento a posturas que demandaban de la metrópoli no sólo una autonomía en mayor o menor medida efectiva, sino algo mucho más cercano a lo que en las fronteras vecinas se fue poco a poco transformando en independencia a medida que el siglo llegaba a su fin.
Para el desarrollo de este sentir la prensa tuvo un papel definitivo, no sólo para la transmisión de las ideas políticas, sino también para la divulgación de una producción literaria que se acercaba a los movimientos artísticos que mayor relevancia tuvieron en la época, como son el Romanticismo por un lado y el Realismo y Naturalismo por otro. La aparición, en 1806, del primer periódico isleño, La gaceta de Puerto Rico, dio pie a la aparición de otras publicaciones que asimismo divulgaron informaciones de carácter político, administrativo y comercial, entre ellas el Diario Económico de Puerto Rico (1814-1815), El Cigarrón (1814), El Investigador (1820-1822), Diario Liberal y de Variedades de Puerto Rico (1821-1822), Piedra de Toque (1822) y El Eco (1822-1823). Hasta 1839 dichas publicaciones dieron acogida también a las tendencias estéticas que se desarrollaron en la anterior centuria, esencialmente el Neoclasicismo, junto con una actitud prerromántica y un incipiente criollismo-costumbrismo que pronto se desarrollaría en el territorio insular.
Dentro de la prosa debe destacarse el que es considerado el primer periodista de Puerto Rico, José de Andino y Amezquita (1751-1835), cuyos discursos de teoría política están imbuidos de un reformismo ilustrado. Asimismo, Francisco Vassallo y Forés (1789-1849), valenciano afincado en la isla, propugnaba en sus escritos la necesidad de instaurar una serie de libertades que amparasen el nacimiento y desarrollo de las artes y las letras autóctonas puertorriqueñas.
La poesía, por otro lado, se hallaba en un estado latente a la espera del desarrollo que poco después alcanzaría con el Romanticismo. La mayoría de la producción, de autores anónimos o poco conocidos, se basaba en el "canto a las heroicas hazañas de los defensores del suelo patrio", así como otros temas recurrentes como puedan ser el amor, la vida retirada, la reflexión filosófica o simplemente el elogio por el nacimiento o la defunción de algún miembro de la clase gobernante. Quizá haya que destacar La ninfa de Puerto Rico, oda de María Bibiana Benítez (1783-1873), la primer poetisa puertorriqueña en el tiempo.
Con todo, tanto la aportación de los propios autores puertorriqueños como la de otros escritores, la mayoría de ellos españoles, que se encontraban de paso por la isla, contribuyeron a crear un clima propicio para la expansión de las letras. Entre los autores anteriores a esta expansión es necesario mencionar a Juan Rodríguez Calderón (1778- ca. 1839), el canario Graciliano Afonso (1775-1861), y Jacinto de Salas y Quiroga dentro de la poesía; los prosistas Ramón Power (1775-1813), Gabriel de Ayesa y Pedro Tomás de Córdova (1785-1869); y los autores de teatro Celedonio Luis Nebot (1778-?), Santiago Candamo, José Simón Romero (1815-?) y el propio Tomás de Córdova.
La fecha de nacimiento del período romántico en Puerto Rico ha creado no pocas controversias. El ambiente coercitivo que las autoridades coloniales españolas impusieron en todos los territorios del otro lado del Atlántico, temerosas de que el progresivo independentismo de los territorios hispanoamericanos fuera irreversible, fue también notable en Puerto Rico, donde, tras la aparición del Boletín Mercantil en 1839, se instauró un movimiento literario que se encontraba muy próximo a los movimientos románticos que desde la vieja Europa, especialmente Alemania, Inglaterra y la propia España, se habían ido fraguando durante toda el final del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, de los que pronto tomó su estética. Así, el Romanticismo perduró desde este mismo año de 1839 hasta la primera década del siglo XX, aunque este hecho no baste para afirmar que la aparición del Boletín marque el nacimiento del período romántico puertorriqueño.
El Boletín Mercantil acogió en su seno a una serie de autores jóvenes que comenzaron a manifestar una intención costumbrista en su producción. El artículo festivo-satírico de Vassallo Forés titulado Los románticos, aunque en un tono jocoso, apunta ya la forma en que es entendido en la isla el movimiento romántico; destacan, además, las veinte cartas que con el título El aguinaldo del Buen Viejo publicara éste en el Boletín. No obstante, y en un primer momento, las manifestaciones literarias, especialmente las poéticas, aún apuntan hacia el Neoclasicismo, como es el caso de las obras publicadas por María Bibiana Benítez y José Simón Romero, aunque algunas apuntan ya alientos sentimentales de claro corte romántico, como los poemas de los españoles José Rodríguez Calderón (1778-?), Jacinto Salas Quiroga (1813-1849) y Eduardo González Pedroso (1822-1867); y en otros casos el uso de gran variedad métrica propia de esta época, como en los poemas de Ignacio Guasp Cervera (¿-1874), Carlos Cabrera, Juan Manuel Echevarría y Fernando Roig.
La fecha de nacimiento del período romántico en Puerto Rico ha creado no pocas controversias. El ambiente coercitivo que las autoridades coloniales españolas impusieron en todos los territorios del otro lado del Atlántico, temerosas de que el progresivo independentismo de los territorios hispanoamericanos fuera irreversible, fue también notable en Puerto Rico, donde, tras la aparición del Boletín Mercantil en 1839, se instauró un movimiento literario que se encontraba muy próximo a los movimientos románticos que desde la vieja Europa, especialmente Alemania, Inglaterra y la propia España, se habían ido fraguando durante toda el final del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, de los que pronto tomó su estética. Así, el Romanticismo perduró desde este mismo año de 1839 hasta la primera década del siglo XX, aunque este hecho no baste para afirmar que la aparición del Boletín marque el nacimiento del período romántico puertorriqueño.
El Boletín Mercantil acogió en su seno a una serie de autores jóvenes que comenzaron a manifestar una intención costumbrista en su producción. El artículo festivo-satírico de Vassallo Forés titulado Los románticos, aunque en un tono jocoso, apunta ya la forma en que es entendido en la isla el movimiento romántico; destacan, además, las veinte cartas que con el título El aguinaldo del Buen Viejo publicara éste en el Boletín. No obstante, y en un primer momento, las manifestaciones literarias, especialmente las poéticas, aún apuntan hacia el Neoclasicismo, como es el caso de las obras publicadas por María Bibiana Benítez y José Simón Romero, aunque algunas apuntan ya alientos sentimentales de claro corte romántico, como los poemas de los españoles José Rodríguez Calderón (1778-?), Jacinto Salas Quiroga (1813-1849) y Eduardo González Pedroso (1822-1867); y en otros casos el uso de gran variedad métrica propia de esta época, como en los poemas de Ignacio Guasp Cervera (¿-1874), Carlos Cabrera, Juan Manuel Echevarría y Fernando Roig.
Pero quizá la aparición del Aguinaldo Puertorriqueño en 1843 marcó un antes y un después, hasta tal extremo que muchos autores lo consideran como el punto de inflexión a partir del cual comienza verdaderamente el Romanticismo en Puerto Rico. Es esta una obra colectiva en la que se incluye una colección de pequeños textos, en prosa y verso, realizados por una sociedad de amigos cuyos integrantes eran los siguientes: los españoles Ignacio Guasp Cervera, Eduardo González Pedroso (1822-1867) con el seudónimo de Mario Kohlmann, Fernando Roig y Manuel Alcayde; el venezolano Juan Manuel Echevarría (¿-1866); y los puertorriqueños Martín J. Travieso (1820-?) Francisco Pastrana, Carlos Cabrera, Mateo Cavailhon, Alejandrina Benítez (1819-1879) y Benicia Aguayo. En la mayoría de los textos se empleó un Romanticismo de imitación que, en palabras de Mateo Paoli, constituye una antología que ?es más bien una pequeña biblia de sentimientos y actitudes típicamente románticas?.
La aparición del Aguinaldo supuso, además, un auténtico despertar literario en la isla que pronto fue secundado por otras publicaciones aparecidas en fechas próximas e incluso en lugares remotos. Así, el Álbum puertorriqueño publicado en 1843 sería, en este caso, una colección de ensayos que un grupo de estudiantes puertorriqueños de la Universidad de Barcelona realizaron sobre todo dedicados a sus padres y amigos. La nómina es la que sigue: Manuel A. Alonso (1822-1889), Pablo Sáez (1827-1879), Juan Bautista Vidarte (1826-?) y su hermano Santiago Vidarte (1827-1848), y Francisco Vassallo Cabrera, todos ellos entre los 17 y los 22 años de edad. Otras publicaciones que incluyeron pequeñas obras literarias fueron Fiestas reales de Puerto Rico de 1844; el Aguinaldo puertorriqueño de 1846, donde escribieron varios de los poetas que habían participado en el primero, así como otros escritores noveles entre los que destaca José Julián de Acosta (1825-1897); y el Cancionero de Boriquén, de 1846, también una recopilación de textos de los estudiantes puertorriqueños de la Universidad de Barcelona, los mismos que en la primera ocasión, salvo Ramón E. de Carpegna.
La primera reseña que debe hacerse en este apartado es, sin duda, la figura de Manuel A. Alonso, ya que, tras haber estudiado medicina en España, volvió a Puerto Rico y comparó la convulsa situación política de la metrópoli española con la situación de la colonia insular, lo que le hizo tomar una postura que abogaba por una serie de reformas políticas y administrativas para Puerto Rico, además de realizar algunos trabajos literarios. Fue director de El Agente, periódico de carácter liberal reformista. Sus mayores logros literarios los alcanzó dentro de la literatura costumbrista y criollista, tanto en prosa como en verso, y quizá su obra más conocida dentro de ésta sea El jíbaro (1883), nombre que a veces utilizó como seudónimo. Ha pasado a la historia de las letras puertorriqueñas como el mejor ensayista de su generación y el iniciador del criollismo literario en la isla. Incluso algunos críticos (como A. S. Pedreira) comparan, salvando las barreras de espacio y tiempo, a El jíbaro con el Poema de mío Cid o Martín Fierro, al menos en lo que estas obras supusieron para la literatura de sus respectivos países.
La primera reseña que debe hacerse en este apartado es, sin duda, la figura de Manuel A. Alonso, ya que, tras haber estudiado medicina en España, volvió a Puerto Rico y comparó la convulsa situación política de la metrópoli española con la situación de la colonia insular, lo que le hizo tomar una postura que abogaba por una serie de reformas políticas y administrativas para Puerto Rico, además de realizar algunos trabajos literarios. Fue director de El Agente, periódico de carácter liberal reformista. Sus mayores logros literarios los alcanzó dentro de la literatura costumbrista y criollista, tanto en prosa como en verso, y quizá su obra más conocida dentro de ésta sea El jíbaro (1883), nombre que a veces utilizó como seudónimo. Ha pasado a la historia de las letras puertorriqueñas como el mejor ensayista de su generación y el iniciador del criollismo literario en la isla. Incluso algunos críticos (como A. S. Pedreira) comparan, salvando las barreras de espacio y tiempo, a El jíbaro con el Poema de mío Cid o Martín Fierro, al menos en lo que estas obras supusieron para la literatura de sus respectivos países.
No obstante, la figura más importante de este período es sin duda Alejandro Tapia y Rivera (1826-1882), quien también se formó en Madrid y participó en la Sociedad Recolectora de Documentos Históricos de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, grupo de jóvenes investigadores que recopilaron gran cantidad de textos históricos que reunieron en la Biblioteca histórica de Puerto Rico en 1854, al regresar a la isla, y que constituyen un valioso testimonio de la historia de ésta entre los siglos XV y XVIII. Como en el caso de Manuel A. Alonso, también el título de su obra más famosa, El bardo de Guamaní, coincide con el seudónimo que solía utilizar en sus escritos. Escritor fecundo, cultivó tanto la prosa como el verso, e incluso publicó algunas obras de teatro antes de su repentina muerte por un ataque cerebral; en su haber se hallan poemas líricos, épicos y dramáticos, novelas, leyendas, cuentos, ensayos, artículos periodísticos, biografías, memorias y obras teatrales, como ya se ha mencionado. La temática de su obra, especialmente en el drama, hubo de enfrentarse con la censura, lo que le obligó a distanciarla de su tiempo y de su propio país, y la basó fundamentalmente en el honor y en el desamor. En cuanto a la prosa, puede ser considerado el más destacado narrador de su época; en sus obras, al igual que ocurre con su teatro, también desvía los temas hacia otras épocas y lugares, situándolas en España, Venecia, Inglaterra y Alemania, en la Edad Media sobre todo, al modo de Rivas, Espronceda, Zorrilla o Bécquer. Su prosa no es fácil de clasificar; en muchos casos, lo que puede encasillarse como leyenda es realmente una novela, a pesar de lo breve de su extensión. Su ensayo, por otro lado, tiene un carácter autobiográfico, especialmente apreciable en Mis memorias o Puerto Rico como lo encontré y como lo dejo, publicada póstumamente en 1928, auténtica crónica del Puerto Rico de aquellos tiempos, rica en detalles y descripciones. Su obra periodística debe buscarse en la revista La azucena, que él mismo dirigió, donde publicó artículos de costumbres, conferencias, crítica literaria y una serie de cartas. No obstante, el punto culminante de su ensayística se encuentra en las Conferencias sobre estética y literatura que dictara desde el Ateneo Puertorriqueño y que más tarde publicó en un libro con el mismo título. Autor, en suma, prolífico, la prisa con la que trabajó le hizo cometer en ocasiones determinados errores de técnica y lenguaje que, no obstante, no empañan una trayectoria que lo inesperado de su muerte frenó en seco y que apuntaba a convertirle en un literato con un puesto importante en las letras universales, como apunta Menéndez y Pelayo.
Eugenio María de Hostos (1839-1903), cuya preparación intelectual tuvo también lugar en España (en Bilbao y Madrid concretamente), hombre de pensamiento y de letras, ocupa asimismo un lugar destacado en la literatura de esta época. Su ideario político y social se deja ya entrever en su temprana novela, La peregrinación de Bayoán (1863), cercano a los republicanos españoles que criticaban las fallas de la monarquía borbónica; esta novela puede considerarse la primera en la historia de las letras puertorriqueñas, tanto por su extensión como por su arquitectura narrativa. Pérez Galdós lo retrató en el episodio nacional titulado Prim, a quien describe como ?talentudo y brioso antillano?. Viajó mucho; desde Francia se trasladó a Estados Unidos, y desde allá a gran parte del territorio hispanoamericano, viajes que en su mayoría se recogen en su obra Mi viaje al Sur, donde se declara defensor de la causa cubana. Profesó varias cátedras universitarias y redactó diversos libros de texto, entre los cuales destacan las Lecciones de Derecho Constitucional (1887) y el Tratado de moral (1888). El cambio de soberanía en Puerto Rico tras la guerra hispano-norteamericana de 1898 le trajo de nuevo a la isla para reclamar la definitiva independencia puertorriqueña; el fracaso en este empeño y el clima político de la colonia le hicieron exiliarse a la vecina República Dominicana. Sus escritos abarcan muchas facetas del saber, desde la política pasando por la pedagogía, sociología, filosofía, moral, derecho, economía, historia, crítica literaria, biografía y la mayoría de las formas literarias, entre ellas el tratado, el ensayo, el artículo periodístico, el diario, la epístola, la novela, e incluso el cuento, el teatro y el verso. Su obra más importante, Diario, fue escrita durante un prolongado período (37 años), desde sus tiempos de estudiante en Madrid hasta poco antes de su muerte, y es, sin duda, un importantísimo testimonio de un hombre que, desde su posición de pensador y escritor, supo ver como nadie los avatares de Puerto Rico en una época difícil para el futuro estado, si se tiene además en cuenta que no fue una obra concebida para ser leída por alguien ajeno, sino una obra en la que Hostos plasmaba sus pensamientos libre y personalmente. En sus ensayos, por otro lado, se manifiesta de una manera clara la influencia del pensamiento del filósofo Krause y del racionalismo de Comte. En definitiva, una obra que le sitúa entre los autores más destacados de las letras de todo el continente americano de la época, no sólo por su volumen, sino también por su calidad.
La poesía en el primer período romántico tiene como principal exponente a José Gautier Benítez (1851-1880). Tras seguir la carrera militar en la metrópoli hispana, abandonó ésta para realizar tareas administrativas en Puerto Rico, lo que le permitió dedicarse a su vocación literaria hasta que pudo entregarse por completo a ella. Comenzó colaborando en el periódico El Progreso de la capital, donde publicó sus ?cuadros sociales? y dejó entrever su afinidad de ideas con las del propio periódico, de claro signo liberal reformista, firmados con el seudónimo de Gustavo y realizados con un tono satírico. Fundó, junto a Manuel de Elzaburu, la revista literaria La revista puertorriqueña, la cual se hacía eco de las gestiones culturales del Ateneo Puertorriqueño y donde publicó varios poemas con el seudónimo de Estenio Colina. En sus poemas plasma el sufrimiento que una tisis le producía y que socavaba su organismo poco a poco, lo que le hacía presentir la cercanía de la muerte. Sus poemas, cuya temática fundamental era la patria y la mujer, son un ejercicio de subjetivismo impregnado de sentimiento y con una delicada musicalidad, llenos a partes iguales de ternura, nostalgia, tristeza, dulzura, desencanto y dolor, además de una descripción exaltada del paisaje puertorriqueño, bañado todo por un angustioso sentimiento de frustración por la fugacidad de la vida. Su figura se ha comparado en importancia a la de Bécquer en España o Musset en Francia, y la fecha de su fallecimiento se ha tomado como la del fin de la primera etapa romántica en Puerto Rico.
Hasta el comienzo de lo que ha venido a llamarse el segundo período romántico en Puerto Rico existe una nómina de autores que, sin tener la relevancia de los citados en el apartado anterior, sí conviene citarlos como miembros integrantes de una generación que cambió el sentimiento literario en el territorio insular.
Hasta el comienzo de lo que ha venido a llamarse el segundo período romántico en Puerto Rico existe una nómina de autores que, sin tener la relevancia de los citados en el apartado anterior, sí conviene citarlos como miembros integrantes de una generación que cambió el sentimiento literario en el territorio insular.
Una primera clasificación debe incluir a los poetas que no sólo no siguieron los postulados estéticos del Romanticismo, sino que basaron su producción en el período anterior, es decir, en el Neoclasicismo dieciochesco. Desde Narciso de Foxá y Lecanda (1822-1883) y Jenaro de Aranzamendi (1829-1886), ambos puertorriqueños sólo de cuna y algo más lejanos en el tiempo, José Gualberto Padilla es quizá la figura señera de este movimiento de poetas con una lírica de corte satírico, además de otros temas de carácter apologético, elegíaco o descriptivo. A éste hay que añadir los nombres de Manuel Corchado y Juarbe (1840-1884), José María Monge (1840-1891), y Lola Rodríguez de Tió (1843-1924), valiente poetisa a quien alabó Menéndez y Pelayo comparándola con el propio Fray Luis de León. Por otro lado, un grupo de jóvenes poetas tomaron como fuente de inspiración el depurado Romanticismo de Gustavo Adolfo Bécquer; entre ellos cabe destacar a Francisco Álvarez (1847-1881) y Francisco Gonzalo Marín (1863-1897). También es digna de reseñar la poesía de intención crítica, festiva y satírica que se realizó en la isla con posterioridad al primer período romántico; los poetas más destacados dentro de ella fueron José Gualberto Padilla (1829-1896) y los anteriormente citados José María Monge y José Gautier Benítez, todos enfrentados con el despotismo del gobierno colonial con una actitud de militante rebeldía.
El teatro tuvo menos repercusión en este período. Al margen de la figura de Alejandro Tapia y Rivera, tan sólo cabe destacar los nombres de Carmen Hernández de Araujo (1832-1877) con Los deudos rivales, y la ya citada María Bibiana Benítez con La cruz del Morro (1862). Dentro del teatro de carácter satírico se halla la obra cómica de José Romero Mellado llamada Metamorfosis, y en el teatro de carácter costumbrista cabe mencionar a Ramón C. F. Caballero (1820-?). Por otro lado, el teatro lírico, género que también cultivó Tapia, tuvo un desarrollo acorde con el auge que la zarzuela tuvo en España (especialmente en Madrid) en aquellos momentos; los nombres más representativos de este teatro musical son Jenaro de Aranzamendi (1829-1886) y José Coll y Britapaja (1840-1904).
La narrativa se halla representada por Ramón Emeterio Betances (1827-1898), Manuel María Corchado (1840-1884) y Francisco Mariano Quiñones (1830-1908), todos herederos, en mayor o menor medida, del Aguinaldo puertorriqueño. Por otro lado, el ensayo, siempre sin perder de vista a Alonso, Tapia y Hostos, tuvo otros representantes que fueron José Julián de Acosta (1825-1891), los ya citados Francisco Mariano Quiñones y José María Monge, además de Manuel de Elzaburu (1851-1892).
Un hecho que ha de tenerse en cuenta dentro de este nuevo período de la literatura de Puerto Rico es el momento que vivían las letras europeas, especialmente en Francia, país del que muchos puertorriqueños regresaron tras diversas circunstancias. Se extendió, a raíz de ello, un gusto por lo francés en la isla que influyó de manera decisiva en varios aspectos de la vida social de la todavía colonia y de la cultura literaria en particular (con especial relevancia dentro de ésta de las traducciones de poetas galos, que fueron muy numerosas). Las obras de otros autores de países vecinos, como pueda ser el caso de los mejicanos Salvador Díaz Mirón y Manuel Gutiérrez Nájera, el cubano Julián del Casal y, sobre todo, el nicaragüense Rubén Darío, fueron también una importante fuente de inspiración. De este último, la Revista Puertorriqueña había ya publicado su cuento El pájaro azul en 1891. Dentro de esta tendencia de influencia gala no debe olvidarse la enorme influencia que, al igual que pasó en la metrópoli hispana, tuvieron Víctor Hugo (en mayor medida) y Verlaine, quienes fueron ensalzados e incluso copiados hasta la saciedad.
Dentro de los que se vienen a denominar, dentro de este período, poetas románticos parnasianos, es decir, aquellos cuya inspiración se halla dentro de los cánones del Romanticismo francés, se encuentra una serie de autores noveles que comenzaron su labor poética a raíz de la muerte del poeta Gautier Benítez. Por otro lado, y dentro de este parnasianismo, debe incluirse a otro poeta mayor en edad, José de Jesús Domínguez, cuya obra, Las huríes blancas (1886), supuso un verdadero impulso a las letras isleñas. Luis Muñoz Rivera (1859-1916), por su parte, es un autor que realizó una lírica de gran rebeldía y con una gran claridad ideológica, además de la pulcritud formal que se le supone a todos estos creadores; sus temas son los relacionados con la preocupación por la situación política y social de la isla. José A. Negrón Sanjurjo (1864-1927) hizo algunas versiones de poemas de Hugo y Musset y publicó tres poemarios titulados Mensajeras (1899), Versos postales (1899) y Poesías (1905). Además de estos cabe mencionar a José Agustín Aponte (1860-1912), José Mercado (1863-1911) y Félix Matos Bernier (1869-1937).
Un hecho que ha de tenerse en cuenta dentro de este nuevo período de la literatura de Puerto Rico es el momento que vivían las letras europeas, especialmente en Francia, país del que muchos puertorriqueños regresaron tras diversas circunstancias. Se extendió, a raíz de ello, un gusto por lo francés en la isla que influyó de manera decisiva en varios aspectos de la vida social de la todavía colonia y de la cultura literaria en particular (con especial relevancia dentro de ésta de las traducciones de poetas galos, que fueron muy numerosas). Las obras de otros autores de países vecinos, como pueda ser el caso de los mejicanos Salvador Díaz Mirón y Manuel Gutiérrez Nájera, el cubano Julián del Casal y, sobre todo, el nicaragüense Rubén Darío, fueron también una importante fuente de inspiración. De este último, la Revista Puertorriqueña había ya publicado su cuento El pájaro azul en 1891. Dentro de esta tendencia de influencia gala no debe olvidarse la enorme influencia que, al igual que pasó en la metrópoli hispana, tuvieron Víctor Hugo (en mayor medida) y Verlaine, quienes fueron ensalzados e incluso copiados hasta la saciedad.
Dentro de los que se vienen a denominar, dentro de este período, poetas románticos parnasianos, es decir, aquellos cuya inspiración se halla dentro de los cánones del Romanticismo francés, se encuentra una serie de autores noveles que comenzaron su labor poética a raíz de la muerte del poeta Gautier Benítez. Por otro lado, y dentro de este parnasianismo, debe incluirse a otro poeta mayor en edad, José de Jesús Domínguez, cuya obra, Las huríes blancas (1886), supuso un verdadero impulso a las letras isleñas. Luis Muñoz Rivera (1859-1916), por su parte, es un autor que realizó una lírica de gran rebeldía y con una gran claridad ideológica, además de la pulcritud formal que se le supone a todos estos creadores; sus temas son los relacionados con la preocupación por la situación política y social de la isla. José A. Negrón Sanjurjo (1864-1927) hizo algunas versiones de poemas de Hugo y Musset y publicó tres poemarios titulados Mensajeras (1899), Versos postales (1899) y Poesías (1905). Además de estos cabe mencionar a José Agustín Aponte (1860-1912), José Mercado (1863-1911) y Félix Matos Bernier (1869-1937).
La labor de los poetas hispanos Campoamor y Núñez de Arce tuvo también un eco importante en el ámbito isleño. En su estela se encuentran José A. Daubón (1840-1922) y Salvador Brau (1842-1912), cuyos temas poéticos van desde el canto a la vida retirada y la belleza efímera hasta el patriotismo y la religiosidad.
Dos poetas, Luis Muñoz Rivera (1859-1916) y José A. Negrón Sanjurjo (1864-1927), quienes escribieran en el periódico La democracia, fundado por el primero, utilizaron la ironía y el desprecio para, con su poesía satírica, atacar a sus oponentes políticos desde las columnas de dicha publicación. Junto a ellos, Luis Rodríguez Cabrero (1860-1915) escribió periódicamente la columna ?A diestra y siniestra? en el mismo periódico y otros poemas satíricos que le ocasionaron no pocas denuncias, multas y algún que otro duelo. José Mercado (1863-1911), más conocido por el sobrenombre de Momo, fundó La araña en 1902 y, junto a su amigo Rodríguez Cabrero, El perro amarillo, publicaciones donde dio muestras de su ingenio con versos epigramáticos.
Tras el fallecimiento de Tapia y Rivera, el testigo tan sólo fue recogido por Salvador Brau (1842-1912), a pesar de que cultivó todo tipo de géneros literarios. Su teatro está íntegramente realizado en verso, siguiendo las pautas que se desarrollaban en el Romanticismo español. Sus temas son los recurrentes en esta época: el honor, la ambición, la intriga, la aventura, aunque aderezados en muchas ocasiones por un toque humorístico.
Tras el fallecimiento de Tapia y Rivera, el testigo tan sólo fue recogido por Salvador Brau (1842-1912), a pesar de que cultivó todo tipo de géneros literarios. Su teatro está íntegramente realizado en verso, siguiendo las pautas que se desarrollaban en el Romanticismo español. Sus temas son los recurrentes en esta época: el honor, la ambición, la intriga, la aventura, aunque aderezados en muchas ocasiones por un toque humorístico.
El resto de la producción teatral no alcanzó el mérito de este autor. Tan sólo el teatro costumbrista tuvo alguna repercusión, y dentro de él debe destacarse las figuras de Ramón C. F. Caballero (1820-?), anterior en el tiempo, y Ramón Méndez Quiñones (1874-1889), autor criado en Madrid; sus obras, de breve extensión y con un enfoque eminentemente humorístico, tienen como referente un lenguaje campesino salpicado de refranes y repleto de decires propios de la isla. El teatro lírico, ya con tendencia decadente, tiene como representantes a José Pérez Losada (1879-1937), español de cuna, y Luis Díaz-Caneja.
Hasta la aparición de la novela realista se continuó cultivando la novela romántica. No obstante, este período no tuvo figuras como las de Hostos o Tapia. Destaca Manuel Zeno Gandía (1861-1935), dedicado a otros géneros literarios aunque también publicó novelas. El cuento está representado por Mariano Abril (1861-1935) y Eugenio Astol (1872-1948). Por otro lado, Manuel Fernández Juncos (1846-1928) publicó diversos relatos (cuadros de costumbres, tradiciones, leyendas y cuentos) también en esta época.
Hasta la aparición de la novela realista se continuó cultivando la novela romántica. No obstante, este período no tuvo figuras como las de Hostos o Tapia. Destaca Manuel Zeno Gandía (1861-1935), dedicado a otros géneros literarios aunque también publicó novelas. El cuento está representado por Mariano Abril (1861-1935) y Eugenio Astol (1872-1948). Por otro lado, Manuel Fernández Juncos (1846-1928) publicó diversos relatos (cuadros de costumbres, tradiciones, leyendas y cuentos) también en esta época.
La disciplina que sí caló con cierta fuerza fue la narración de fondo histórico y legendario, a partir del influjo de las obras del peruano Ricardo Palma en todo el territorio hispanoamericano. Además de las obras del propio Brau o de Fernández Juncos, conviene destacar a Cayetano Coll y Toste (1850-1930), con sus Tradiciones y leyendas puertorriqueñas (1925), una serie de relatos breves recogidos en tres tomos que ofrecen una acertada visión de la vida en Puerto Rico en varias épocas de su historia.
Los artículos de costumbres son especialmente destacables en Manuel Fernández Juncos (1846-1928), sobre todo en sus libros Tipos y caracteres (1882) y Costumbres y tradiciones (1883), donde retrata los diversos tipos humanos que existían en la isla, desde el adivino, el billetero, el alcalde, pasando por el maestro de escuela y muchos más. También debe recordarse al ya mencionado José A. Daubón.
Al igual que ocurre en el primer período romántico, el ensayo tuvo también gran aceptación en el segundo. La figura más importante quizá sea la del ya mencionado Manuel Fernández Juncos, quien publicó artículos en diversas publicaciones de la época, especialmente destacados aquellos dedicados al estudio y crítica literarios.
Al igual que ocurre en el primer período romántico, el ensayo tuvo también gran aceptación en el segundo. La figura más importante quizá sea la del ya mencionado Manuel Fernández Juncos, quien publicó artículos en diversas publicaciones de la época, especialmente destacados aquellos dedicados al estudio y crítica literarios.
El sevillano Carlos Peñaranda (1848-1908) también realizó en Puerto Rico gran parte de su labor ensayística durante su estancia en la isla desde 1878 a 1888, parte de la cual la dedicó a dar a conocer la producción literaria puertorriqueña en el extranjero, además de otros aspectos de la realidad social y económica del Puerto Rico de la época. Por su parte, Antonio Cortón (1854-1913) fue un periodista y crítico literario de gran prestigio, tanto en la isla como en España, país donde residió durante mucho tiempo y donde publicó con asiduidad sus artículos, tanto en Madrid como en la ciudad condal. Félix Matos Bernier, antes citado, también dedicó parte de su obra al ensayo y al artículo periodístico, con una honda preocupación por la realidad política, social y económica de la isla, propia de un espíritu rebelde y de un ideario de librepensador con una actitud precursora del espíritu contemporáneo.
Debe destacarse asimismo el ensayo de contenido biográfico, disciplina que también siguió Fernández Juncos y que tiene como nombre importante a Sotero Figueroa (1855-?), autor de Ensayo biográfico de los que más han contribuido al progreso de Puerto Rico, una colección de treinta estudios sobre puertorriqueños ilustres; del mismo modo, también Eduardo Neumann Gandía (1852-1913) publicó su Benefactores y hombres notables de Puerto Rico; ambas obras están escritas con celo histórico e intenciones literarias. También dentro de este género se encuentran Pedro de Angelis (1862-1920), María Luisa de Angelis (1891-1953), hija del anterior, Sebastián Dalmáu Canet (1884-1937) y el anteriormente nombrado Cayetano Coll y Toste.
Por otro lado, el final de la centuria fue testigo del nacimiento de lo que Gutiérrez del Arroyo denominó ?escuela científica crítico-erudita?, en la que una serie de jóvenes investigadores dieron un decidido impulso a la historiografía en la isla gracias a la recopilación de crónicas, descripciones, memorias, cartas, relaciones y otros textos clarificadores de la historia de Puerto Rico. Entre ellos figura José Julián de Acosta (1825-1891), quien publicó la Historia geográfica, civil y natural de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico de fray Íñigo Abad y Lasierra, en cuyas notas se entrevé a un historiador metódico y observador. Acompañaron a éste en su labor científica los ya mencionados Salvador Brau y Cayetano Coll y Toste. Asimismo, la bibliografía literaria experimenta también un gran impulso gracias a los trabajos de Manuel María Sama (1850-1913), José Géigel y Zenón (1841-1892) y Abelardo Morales Ferrer (1864-1894).
La figura de José de Diego (1867-1918) supone un caso excepcional en las letras puertorriqueñas por la síntesis que en su obra aplica de los modelos líricos del Romanticismo y el Modernismo. Autor a caballo entre los dos grandes movimientos literarios de la época, no puede clasificarse en ninguno de los dos, a pesar de que el espacio temporal que ocupó se encuentra más cercano al primero. Como tantos otros autores y personajes de su época, su juventud la pasó en Europa, donde estudió y se empapó de todos los movimientos culturales y literarios que estaba experimentando el viejo continente. Su producción incluye desde versos amorosos, de contenido político (que le hicieron pasar alguna temporada en la cárcel) y festivos, muchos de los cuales fueron publicados en periódicos de la capital española. Intimó en esta ciudad con los poetas que participaron en La Semana Cómica y Madrid Cómico, para dedicarse poco después a la política activa, tras lo cual se desplazó a Puerto Rico para participar en el recién logrado gobierno autónomo de la isla en 1897, donde defendió en hispanismo y la obligatoriedad de enseñar español en las escuelas. Sus poemarios Pomarrosas (1904), Jovillos (1916), Cantos de Rebeldía (1916) y Cantos de pitirre (1950) recibieron grandes elogios en su época. En ellos se hallan desde el arrebato emotivo de Espronceda, la luminosidad de Hugo o el sentimiento de Bécquer, junto con temas y estilos más próximos al Parnasianismo, el Simbolismo, el Modernismo, aunque tamizados por un acento muy personal que, en definitiva, le aleja de todos ellos. El regocijo, la rebeldía política y religiosa contrarrestada por la espiritualidad, el subjetivismo melancólico y el dolor y la angustia metafísica tienen cabida en su obra, con lo que aporta una amplitud de temas que le acercan al siglo que entraba y que supuso, como se verá más adelante, el nacimiento de nuevas formas de expresión y de entender la literatura.
El último tercio del siglo XIX supuso para Puerto Rico un período de crisis que se extendía a la mayoría de los aspectos de la vida cotidiana de la isla, desde el político y el económico hasta el social y el educativo. La centralización de los poderes en unos gobernadores y capitanes generales que eran vistos por muchos como auténticos virreyes, así como la falta de libertades constitucionales, contribuyeron a crear un estado de malestar que se extendía a todos los rincones de la isla. En este convulso ambiente, el ya manido Romanticismo convivía con el nuevo modo de entender la literatura en el viejo continente, donde las grandes figuras del Realismo traían a la isla nombres tan ilustres como el francés Balzac, el inglés Dickens, los rusos Tolstoi y Gogol, y los españoles Alarcón, Pereda, Valera y Pérez Galdós, sin olvidar la novela a la manera del roman expérimental de Émile Zola.
La figura de José de Diego (1867-1918) supone un caso excepcional en las letras puertorriqueñas por la síntesis que en su obra aplica de los modelos líricos del Romanticismo y el Modernismo. Autor a caballo entre los dos grandes movimientos literarios de la época, no puede clasificarse en ninguno de los dos, a pesar de que el espacio temporal que ocupó se encuentra más cercano al primero. Como tantos otros autores y personajes de su época, su juventud la pasó en Europa, donde estudió y se empapó de todos los movimientos culturales y literarios que estaba experimentando el viejo continente. Su producción incluye desde versos amorosos, de contenido político (que le hicieron pasar alguna temporada en la cárcel) y festivos, muchos de los cuales fueron publicados en periódicos de la capital española. Intimó en esta ciudad con los poetas que participaron en La Semana Cómica y Madrid Cómico, para dedicarse poco después a la política activa, tras lo cual se desplazó a Puerto Rico para participar en el recién logrado gobierno autónomo de la isla en 1897, donde defendió en hispanismo y la obligatoriedad de enseñar español en las escuelas. Sus poemarios Pomarrosas (1904), Jovillos (1916), Cantos de Rebeldía (1916) y Cantos de pitirre (1950) recibieron grandes elogios en su época. En ellos se hallan desde el arrebato emotivo de Espronceda, la luminosidad de Hugo o el sentimiento de Bécquer, junto con temas y estilos más próximos al Parnasianismo, el Simbolismo, el Modernismo, aunque tamizados por un acento muy personal que, en definitiva, le aleja de todos ellos. El regocijo, la rebeldía política y religiosa contrarrestada por la espiritualidad, el subjetivismo melancólico y el dolor y la angustia metafísica tienen cabida en su obra, con lo que aporta una amplitud de temas que le acercan al siglo que entraba y que supuso, como se verá más adelante, el nacimiento de nuevas formas de expresión y de entender la literatura.
El último tercio del siglo XIX supuso para Puerto Rico un período de crisis que se extendía a la mayoría de los aspectos de la vida cotidiana de la isla, desde el político y el económico hasta el social y el educativo. La centralización de los poderes en unos gobernadores y capitanes generales que eran vistos por muchos como auténticos virreyes, así como la falta de libertades constitucionales, contribuyeron a crear un estado de malestar que se extendía a todos los rincones de la isla. En este convulso ambiente, el ya manido Romanticismo convivía con el nuevo modo de entender la literatura en el viejo continente, donde las grandes figuras del Realismo traían a la isla nombres tan ilustres como el francés Balzac, el inglés Dickens, los rusos Tolstoi y Gogol, y los españoles Alarcón, Pereda, Valera y Pérez Galdós, sin olvidar la novela a la manera del roman expérimental de Émile Zola.
Dentro de la narrativa realista, el primer escritor que publicó una novela de estas características, Inocencia (1884), fue Francisco del Valle Atiles (1852-1928), y en ella refleja su aguda observación de la realidad y de las costumbres de la isla, a la vez que es el comienzo de una prolífica producción. Salvador Brau también publicó algunos relatos cortos, como El fantasma del puente (1870) y Un tesoro escondido (1885), considerados prosa narrativa, si bien con La pecadora (1890), publicada antes en varios números de la Revista Puertorriqueña, se adentra en este género y pone de relieve los problemas sociales que acuciaban al país. Federico Degetáu y González (1862-1914), escritor de exposición clara y directa, sin ornamentación superflua, es el autor de varios títulos, dentro de la ambientación realista-costumbrista, en los que retrató las desigualdades sociales, en general, y los derechos de la infancia en particular, entre los que destacan El fondo del aljibe (1886), el relato corto La injuria (1893), y Juventud (1895). El antes mencionado Abelardo Morales Ferrer, bajo la influencia de los hermanos Goncourt, a quienes conoció en su estancia en Francia, realizó una serie de relatos, publicados en algunos periódicos isleños, de gran colorismo y cuyo realismo se desarrolla mediante una prosa calificada de escultórica, pulcra y brillante; buen ejemplo de ello es su obra Aníbal. Por su parte, Matías González García (1866-1938) enmarca su costumbrismo dentro de los ambientes rurales, con los conflictos que perjudicaban a los pequeños terratenientes de la isla; su novela Cosas (1893) está considerada como la primera novela claramente naturalista de Puerto Rico, texto al que acompañaron Ernesto (1895), Carmela (1903), Gestación (1905) y otros títulos de corte realista. Por último, el cuentista Pablo Morales Cabrera (1866-1933), en sus libros Cuentos populares (1914) y Cuentos criollos (1925), contiene desde cuentos y leyendas de origen popular en los que plasma, con un lenguaje local, repleto de provincianismos y modismos regionales, con gran habilidad descriptiva y toques de humor, el universo rural que entronca con las corrientes del relato tradicional que suelen terminar la narración con una lección ética.
Por su parte, la narrativa naturalista, como se ha indicado anteriormente, arranca con Cosas de Matías González García. Este mismo autor, respondiendo al periodista Mariano Abril, quien en el artículo La Democracia defendía con fervor la novela romántica, publicó El escándalo (1894), libro en el que realiza una sátira naturalista de la ?influencia dañosa? del Romanticismo. No obstante, el cultivador más importante de la novela naturalista es Manuel Zeno Gandía (1855-1930) con sus Crónicas de un mundo enfermo, colección de relatos que reflejan la miseria de las clase más bajas de la sociedad isleña, tanto en el mundo rural como en el ámbito urbano; a pesar de ello, no pone en boca de sus personajes un habla propia de estos ambientes, sino que les hace utilizar un lenguaje cuya corrección quizá aleje al lector de la intención del autor, es decir, acercarle la realidad social de estas clases (aunque fue un autor reconocido en toda Hispanoamérica). Algo más adelante en el tiempo, otros dos autores siguieron la estela de Zeno Gandía: José Elías Levis (1871-1942) y Ramón Juliá Marín (1878-1917). El primero de ellos dejó cuatro novelas, Estercolero (1900), Mancha de lodo (1903), Planta maldita (1906) y Vida nueva (1911), en las que plantea, mediante una observación cruda de la realidad, la necesidad perentoria de un cambio social que remita la miseria de las clases bajas de la sociedad puertorriqueña. En cuanto a Ramón Juliá Marín, en sus novelas Tierra adentro (1911) y La gleba (1912), realiza un ejercicio de afirmación patriótica e identificación cultural hispánica apuntando a ?los males que pesan sobre toda una sociedad? e identificándolos con la miseria que padecen los obreros agrícolas explotados en las zonas rurales, todo ello con un sencillez y un convencionalismo en el léxico que le acercan a los procedimientos propios del lenguaje periodístico. Por último, el escritor Rafael Martínez Álvarez (1882-1959) puede considerarse el postrer cultivador de este tipo de narración, sobre todo por la cruda perspectiva y el realismo pesimista con el que impregna a sus novelas, entre ellas Don Cati (1923), El loco del Condado (1925) y La ciudad chismosa y calumniante (1926), todas ellas desarrolladas en un escenario urbano.
El ensayo, lejos del subjetivismo romántico, aplica los mismos sentimientos de cercanía a la realidad que la prosa. Salvador Brau, al igual que en sus novelas, se acerca a la problemática social del pueblo puertorriqueño con su memoria Las clases jornaleras de Puerto Rico (1882) y otros trabajos donde realiza un estudio exhaustivo del proletariado de la isla, además de mostrarse en otras obras partidario de la desaparición de supersticiones y creencias lesivas que, amparadas en la tradición, degeneran, según su criterio, las costumbres amparándose en una equívoca religiosidad. Asimismo, el prosista Valle Atiles también se hace eco de la problemática de las clases sociales más desaventajadas, sobre todo en el ámbito rural, tanto en el aspecto material como en el espiritual. Por su parte, Federico Degetáu y González, a pesar de considerarse un narrador realista imbuido de las ideas renovadoras krausistas, realizó también ensayos donde se preocupaba por prestar un servicio a la sociedad al hacer patentes los problemas de desarrollo en la isla, del mismo modo que Manuel Martínez Rosselló (1862-1931) se preocupó por los problemas de salud pública. Por último, Luis Bonafoux (1855-1918), que ha dejado una densa e intensa obra de prosista periodístico recogida en una ingente cantidad de libros, se ha calificado a sí mismo como discípulo de Zola; utilizó una crítica descarnada en sus escritos, donde atacó tanto a la sociedad como a sus costumbres, a la clase política e incluso a la Iglesia con una prosa ágil y concisa, sencilla y espontánea.
El teatro se decanta por el Realismo salvo en el caso de algún dramaturgo naturalista aislado, como es el caso de Rafael Martínez Álvarez. Sus temas tienen un enfoque de marcada crítica social, tanto en la lucha de clases, con el surgimiento de los movimientos obreros organizados (uniones y sindicatos), como en el enfrentamiento del propio individuo con la sociedad.
El autor más conocido es José Limón de Arce (1877-1940) con su obra Redención, estrenada en 1904, auténtico teatro de propaganda de la unión obrera. En cuanto al enfrentamiento del individuo con la sociedad, dos autores fueron los que cultivaron de una manera más clara este problema, los ya mencionados José Pérez Losada (1879-1937) y Rafael Martínez Álvarez (1882-1959). Pérez Losada, además de libretos para zarzuelas, escribió dramas y comedias realistas siguiendo el ejemplo de Benavente, con sutil ironía y actitud crítica y satírica frente a la sociedad burguesa, tanto en piezas de teatro menor, La Rabia (1912), como en las comedias La crisis del amor (1912) y Los primeros fríos (1915). Por su parte, Martínez Álvarez, a pesar de adentrarse también en el teatro naturalista, escribió piezas teatrales cercanas al realismo burgués y urbano de Benavente o al costumbrismo regional de los Álvarez Quintero; entre sus obras destacan La convulsiva (1917), Don Cati y Doña Doro (1925), basada en su novela Don Cati, La madreselva enflorecía (1926) y Tabaré (1919). La labor de estos autores tuvo su continuación, bien entrado el siglo XX, en jóvenes autores como pueda ser el caso de Juan B. Huyke (1880-1961), con un teatro con fines pedagógicos.
El Modernismo en Puerto Rico
Los acontecimientos que en 1898 se produjeron en la isla influyeron de manera decisiva en el devenir de la literatura puertorriqueña. El final de la soberanía española, que entregó la isla como botín de guerra a los Estados Unidos, dio paso a un período de acercamiento a éstos que aún no ha concluido, y que ha dividido a la opinión pública puertorriqueña entre los partidarios de pertenecer a los Estados Unidos como un estado más y los que promulgan la filiación hispánica, aspecto éste que ha sido defendido por muchos hombres de letras.
Con ello, la estética modernista que impulsara Rubén Darío no coincidió cronológicamente en Puerto Rico con el resto de las naciones del entorno hispanoamericano, a pesar del acercamiento del literato nicaragüense a la isla, especialmente en la figura de Fernández Juncos, con quien mantuvo una relación de amistad. No obstante, poetas como José de Diego, Manuel Zeno Gandía, Jesús María Lago y Luis Lloréns Torres fueron, en mayor o menor medida, acercándose a la estética modernista a la espera de la llegada de las figuras señeras de este movimiento estético a San Juan. Además, tal y como ocurriera con los movimientos anteriores, el Modernismo obtuvo gran repercusión en los ambientes literarios gracias a las publicaciones que difundieron el movimiento en su época, entre ellas Puerto Rico Ilustrado y La Revista de las Antillas. Se considera al período que va desde 1913 hasta 1918 como el más fecundo del movimiento en la isla, así como el punto de culminación en 1916, coincidiendo con la fecha del fallecimiento de Darío.
Sin embargo, el Modernismo puertorriqueño se alejó de la superficialidad y el exotismo propios del movimiento para acercarse al criollismo, fruto del momento de crisis de identidad nacional que atravesaba la isla, aunque sin perder de vista el universalismo, ya que dicha identidad no se encontraba reñida con el hecho de mantener la vista puesta en las inquietudes culturales del resto del mundo.
Luis Llorens Torres (1878-1944) está considerado como una de las figuras cumbres de la literatura de Puerto Rico y el verdadero iniciador del Modernismo en la isla. Educado en España, a su regreso a Puerto Rico dejó claro con su poemario Al pie de la Alhambra (1899) su alejamiento del siglo XIX poético y su interés por iniciar nuevas formas de entender la poesía que se cristalizarían en dos nuevas teorías poéticas que a él se deben, el Pancalismo y el Panedismo. Él mismo se consideraba alejado del movimiento modernista, del que tan sólo había tomado el espíritu de renovación. Así, su Pancalismo (del griego pan ?todo? y kalos ?belleza?) expresa la idea de que la belleza del ser se confunde con su existencia, la belleza está en todo y es todo porque nace de la raíz del propio ser, y debe ser mostrada por el poeta para que la vean aquellos que no quieren o no la pueden ver. No obstante, el poeta produjo obras que sí se hallan dentro de la estética modernista, como pueda ser el caso de Sonetos sinfónicos. Su acercamiento a los temas de inspiración criollista le hizo tener un gran éxito de público a todos los niveles, e incluso es señalado como uno de los iniciadores de este tipo de poesía en América; dicho criollismo se basa en un ideal de independencia cultural de la isla, independencia que, como es lógico pensar, debía pasar por una independencia política. Su producción va desde los poemas cultos hasta aquellos que han expresado como pocos la esencia puertorriqueña, como es el caso de la décima jíbara.
El Modernismo dejó otros nombres de poetas que, sin alcanzar el brillo de Lloréns Torres, contribuyeron a mejorar el panorama poético de Puerto Rico y a hacerlo más universal. Entre ellos deben destacarse varios nombres. El primero de ellos, al menos por orden cronológico, es Jesús María Lago (1873-1927), poeta, pintor y músico y uno de los precursores del movimiento modernista en la isla; sus temas, propios del Modernismo cosmopolita y preciosista, están recogidos en el tardío Cofre de sándalo (1927), coincidente en el Le coffre de santal del francés Charles Cros. Por su parte, José de Jesús Estévez (1881-1918), de actitud romántica en un primer momento, dio a la imprenta su Rosal de amor (1917), donde apunta formalmente al Modernismo tratando el erotismo desde una perspectiva subjetiva y melancólica. Antonio Pérez Pierret (1885-1937), uno de los poetas más importantes de este período, realizó una poesía de gran subjetivismo y sonoridad y de un tono duro, no exento de sensualidad y toques pintorescos, donde defendió la hispanidad en el único tomo que publicó, Bronces (1914). Antonio Nicolás Blanco (1887-1945) fue el más rubendarista de los poetas del Modernismo; de gran sencillez expresiva, dejó los siguientes libros: El jardín de Pierrot (1914), Y muy sencillo (1919) y Alas perdidas (1928). José P. H. Hernández (1892-1922) está considerado como uno de los líricos más puros de las letras puertorriqueñas; gran dominador de la métrica y autor fecundo, sus temas fundamentales fueron el amor, la naturaleza y la muerte.
Al margen de ellos cabe destacar a otros nombres como Enrique Zorrilla, Gustavo Fort, Rafael Martínez Álvarez, Vicente Rodríguez Rivera, José Yumet Méndez, Manuel Osvaldo García, Rafael H. Monagas, Joaquín Monteagudo, Arturo Gómez Costa, Francisco Negroni Mattei, Evaristo Ribera Chevremont, Rafael W. Camejo, Luis Palés Matos, José I. de Diego Padró y José J. Ribera Chevremont, así como otros que cultivaron el Modernismo en época algo más tardía, como Trinidad Padilla de Sanz, Ferdinand R. Cestero, P. Juan Rivera Viera, José Enamorado Cuesta, Enrique Ramírez Brau, Carlos N. Carreras, Ángel Muñoz Igartúa y, sobre todos ellos, Virgilio Dávila (1869-1943), una ingente nómina que no deja lugar a dudas de la impronta que la estética modernista dejó en las letras puertorriqueñas y que define un período fecundo en la poesía que no se repetirá hasta la futura generación de los treinta.
Aunque en menor medida que la poesía, la prosa también gozó de gran predicamento durante el período modernista, especialmente con el ensayo.
Dentro de esta disciplina literaria, el poeta ya citado Luis Llorens Torres publicó numerosos artículos sobre el Boriquén, con el sobrenombre de Luis de Puertorrico, en la Revista de las antillas y con diferente temática en otras publicaciones, artículos donde emplea una prosa concisa aunque reflexiva. Por su parte, Nemesio R. Canales (1878-1923), compañero en la abogacía del anterior, realizó artículos de fuerte carácter crítico que luego recopilaría en 1913 en el libro Paliques. Miguel Guerra Mondragón (1880-1947), también compañero de los dos anteriores, ejerció activamente el periodismo y la crítica literaria, y fue el autor del notable ensayo valorativo sobre el poeta Pérez Pierret que sirvió de prólogo para su Bronces (1914); éste y otros trabajos le granjearon fama, desde su posición de crítico, de animador literario del país y defensor del Modernismo, a pesar de no abandonar el gusto por lo romántico, como puede observarse en su trabajo sobre Oscar Wilde. También era abogado Rafael Ferrer (1884-1951), hijo del literato Gabriel Ferrer Hernández, quien ha dejado una prosa de evocación, precisa y sencilla, en pequeños fragmentos que fueron recopilados en el póstumo Lienzos (1965), escritos con conciencia lingüística, tanto por el vocabulario utilizado como por su expresión elegante. Otros ensayistas fueron Epifanio Fernández Vanga (1880-1961), Jorge Adsuar (1883-1926), Manuel A. Martínez Dávila (1883-1934), Antonio Martínez Álvarez (¿-1884) y Luis Villalonga (1891-1967).
El casi exclusivo empleo del ensayo en la prosa modernista ha dejado prácticamente desierta la nómina de cuentistas y novelistas. Dentro de los primeros cabe destacar la figura de Alfredo Collado Martell (1900-1930), quien, aunque también cultivó el ensayo, es en el cuento de inspiración rubendariana donde mejor expone su arte.
Aparte de los ejemplos citados, la prosa modernista tiene en Puerto Rico una figura cimera en el nombre de Miguel Meléndez Muñoz (1884-1966). A pesar de estar encuadrado dentro del realismo criollista, sus narraciones y ensayos se enmarcan, por su fondo y por su forma, dentro de la corriente modernista. Sus obras más destacadas son Retazos (1905), Cuentos del Cedro y la novela Yuyo (1913) y otros relatos como Retablo puertorriqueño (1941) y Cuentos y estampas (1958). Como ensayista, realizó una fecunda obra prosística que se recogió en diversos libros, entre ellos el citado Retazos.
El teatro no es un género relevante en este período, salvo la obra del propio Luis Lloréns Torres, más modernista en sus ideas de concienciación patriótica que en la forma, así como las escasas obras de Rafael Martínez Álvarez (1882-1959) y el citado Nemesio R. Canales. Lo que sí es digno de mención, quizá por ese espíritu de afirmación criollista, es la obra erudita de investigación y recopilación llevada a cabo en esta época como búsqueda del patrimonio cultural del país. En este aspecto debe mencionarse la obra Diccionario de provincialismos de Puerto Rico y el Diccionario de americanismos (1925) de Augusto Malaret (1878-1967), sin olvidar otras de diversos autores que rastrearon en el folklore e historia de la isla.
La vida cultural de Europa y del resto de América era un hervidero de nuevos conceptos y valores literarios. La época de los ?ismos? florecía alrededor de la isla, desde el cubismo de Apollinaire, el futurismo de Marinetti, el dadaísmo de Tzara, el cubismo, el ultraísmo y, mucho más cerca, el creacionismo de Huidobro. Un numeroso grupo de jóvenes poetas puertorriqueños, cansados ya de la decadencia modernista que continuaba imperando en la isla hasta 1918, comenzaron a dar rienda suelta a su imaginación creadora que, desde el inconformismo, forjó una serie de movimientos prácticamente inscritos en la experiencia personal de sus autores; juntos crearon un corpus de obras que marcaron una corta época en la que las vanguardias se apoderaron del ambiente cultural isleño.
A la luz de estas premisas, la nómina de los ?ismos? puertorriqueños aportó su propio e importante grano de arena al resto de las propuestas estéticas. Así nació el Diepalismo, término que define la poesía de José I. de Diego Padró (1896-1974) y Luis Palés Matos (1898-1959), cuyo nombre proviene de los apellidos paternos de ambos poetas (die-pal-ismo), y cuya propuesta se basa en que, partiendo de la onomatopeya, se debe suplantar lo lógico por lo fonético para no debilitar con una simple descripción la verdad y la pureza de aquello sobre lo que se está componiendo. En 1921 publicaron en El imparcial el poema ?Orquestación diepálica? con el que comenzaron el movimiento al que se uniría más tarde Emilio R. Delgado (1904-1967).
Por su parte, Vicente Palés Matos (1903-1963) y Tomás L. Bautista (¿-1929) publicaron en El Imparcial sendos manifiestos que, dirigidos a los jóvenes poetas de América, explicaban su intención de instaurar la nueva lírica del Euforismo que, tras el dictado de Marinetti, condenara la gramática, la retórica y la métrica tradicional y exaltara aquello que en un principio no debería caber en la poesía, como pueda ser una máquina, una llave, una sierra...; en definitiva, aquello que el mundo moderno comenzaba a introducir en la vida cotidiana de aquellos años, junto con los colores, lo intangible, como la miseria o el dolor, etc. Esta estética puede apreciarse en el poema ?Canto al tornillo? de Palés Matos.
Hacia 1924 apareció en San Juan una publicación mensual llamada Los seis por el número de sus fundadores, a saber: Antonio Coll Vidal (¿-1898), Luis Palés Matos, José I. de Diego Padró, Bolívar Pagán (1897-1961), José Enrique Gelpí (¿-1899) y Juan José Llovet (1895-?). En ella manifestaron éstos su inconformismo por la situación social y cultural que vivía el país y promulgaron la necesidad de una renovación. En este ambiente, Evaristo Ribera Chevremont (1896-1976), en sus comienzos imbuido del espíritu modernista y que había viajado a España, regresó a Puerto Rico y se unió al grupo de Los Seis en su denuncia por la situación de estancamiento existente, para lo cual propuso nuevos métodos que incluían el versolibrismo y el sustituir el verso métrico por el verso rítmico. Los aires de renovación chocaban de manera directa con toda la iconografía modernista, y de ahí la famosa sentencia ?matemos al cisne y al ruiseñor?, símbolos de los poetas modernos. Entre los libros más importantes de Ribera se hallan El templo de los alabastros (1919) y El hondero lanzó la piedra (1975), si bien su producción fue evolucionando en el tiempo hacia una poesía eminentemente humana e intimista.
Otros movimientos se adscribieron a esta corriente. Dentro de ellos conviene destacar un numeroso grupo de jóvenes autores que hacia 1925 fundaron ?una hermandad de mutua compenetración? y proclamaron que la incredulidad, la duda y la negación eran los puntos de partida de su filosofía, así como su oposición al sistema social vigente en el Puerto Rico de aquellos años. A este movimiento lo denominaron Noísmo o Grupo No, y su nómina fue numerosa, principalmente integrada por universitarios de Río Piedras.
Por su parte, el Atalayismo, fundado por Graciany Miranda Archila, Clemente Soto Vélez, Alfredo Margenat y Fernando González Alberty, y al que también se llamó ?El hospital de los sensitivos?, nombre con el que firmaban colectivamente en un principio, basaba principalmente su teoría en la parodia, hasta el punto de que utilizaban indumentarias estrafalarias en público para llamar la atención. Este grupo, llamado más tarde ?La atalaya de los dioses?, fue poco a poco haciéndose más numeroso hasta que fue el más fecundo, además del más polémico. Más que un programa de renovación estética, el grupo supuso un impulso de camaradería intelectual que, al igual que otros movimientos puertorriqueños de vanguardia, pretendía acabar con la expresión lírica tradicional de la isla y cambiar no sólo su forma, sino también su temática, acercándola a una expresión netamente sensorial; en definitiva, un espíritu anárquico que logró al menos infundir respeto en el ambiente literario de la época e incluso alcanzar notable repercusión pública, lo que se ha considerado por algunos críticos como el detonante del futuro movimiento del treinta.
Por último, cabe destacar la labor de la revista Índice, fundada en 1929, que fomentó una actitud renovadora y revisionista, y promulgó una estética que superara la rubendarista. Aunque en un principio pretendió mantenerse al margen de los ?ismos?, supo acoger a algunos de los poetas del Atalayismo, fiel a su espíritu renovador. Su papel orientador y de revisionismo cultural cumplió con creces la intencionalidad de la revista desde su fundación hasta su desaparición en 1931.
El siglo XX había comenzado en Puerto Rico con dos décadas en las que la literatura había alcanzado un protagonismo importante, si bien es a partir de la década de los treinta cuando se puede hablar de un auténtico renacimiento, en particular en lo que se refiere a la poesía y al ensayo. Para este renacer no sólo tuvo importancia la labor creativa de los nuevos autores, sino que también se basó en una intensa labor de investigación en todas las disciplinas del arte y la historia puertorriqueñas, y dentro de ella la investigación de la esencia de lo jíbaro en contraste con un universalismo que ya se había manifestado en décadas anteriores. La isla, siempre atenta a los movimientos literarios y artísticos que tenían lugar en España, no pasó por alto dos auténticos acontecimientos que traspasaron las fronteras peninsulares, y que no fueron otros que las generaciones del 98 y del 27. A esto debe añadirse que este crítico período de la historia mundial fue también convulso para Puerto Rico, un país inmerso en profundas crisis sociales fruto de las desigualdades y del hambre que afectaban a gran parte de la población. Por otro lado, los treinta es una década donde puede empezar a hablarse de la existencia de los primeros intelectuales puertorriqueños. En este aspecto, cabe destacar la labor que se desarrolló desde la Universidad de Río Piedras con la creación del Departamento de Estudios Hispánicos, así como el también importante concurso de las revistas Prontuario histórico de Puerto Rico (1935) y el Ateneo Puertorriqueño (1935-1940). Algo más tarde, hacia 1935, se dio un paso definitivo en este aspecto, esta vez con el apoyo institucional, al fundarse el Instituto de Literatura Puertorriqueña y la Biblioteca de Autores Puertorriqueños. No debe, por último, dejarse de destacar la labor erudita de Antonio S. Pedreira (1899-1939), quien se erigió, a través de su importante labor como ensayista, como la figura principal de la intelectualidad de la generación de los treinta y el verdadero motor de dicho grupo, gracias sobre todo a su ansia por unir los cabos sueltos de la personalidad colectiva de Puerto Rico; a él se debe, entre otras cosas, su Bibliografía Puertorriqueña
(1493-1930).
(1493-1930).
Desde Río Piedras, y a partir de la labor del propio Pedreira, surgió un importante número de ensayistas que versaron sus escritos en la búsqueda de la identidad cultural de la isla. La nómina, repleta de nombres, tiene como autores destacados a Concha Meléndez (1895), cuya obra estudia fundamentalmente la literatura hispanoamericana; Margot Arce de Vázquez (1904) cuyos estudios se han centrado fundamentalmente en la figura de Garcilaso de la Vega; Rubén de Rosario (1907), quien contribuyó a la instauración de una escuela filológica y lingüística en la isla; y José A. Balseiro (1900), apadrinado por Menéndez Pidal, que hizo importantes estudios sobre la obra de autores españoles así como de escritores puertorriqueños, como es el caso de Gautier Benítez, Hostos o José Antonio Dávila. Otros nombres, la mayoría adscritos al departamento de Estudios Hispánicos de Río Piedras, son Cesáreo Rosa-Nieves (1901-1974), Francisco Manrique Cabrera (1908-1978), Enrique A. Laguerre (1906), José Ferrer Canales (1913), María Teresa Babín, José A. Franquiz (1900-1975), Domingo Marrero Navarro (1909-1960, considerado por muchos un clásico del ensayismo puertorriqueño), la escritora Ana María O´Neill (1894-1932), Nilita Ventós Gastón (1908) y muchos otros.
Al margen del ensayo, durante el período en el que se desarrolló la labor de los autores de esta generación se produjo un desarrollo muy importante de investigación que reunió, catalogó y valoró la esencia cultural criolla. Dentro del gran número de investigadores de esta época, es importante destacar la labor de investigación de la lengua criolla de Rubén del Rosario (1907), así como la labor editorial de Augusto Malaret (1878-1967). La literatura puertorriqueña fue estudiada en profundidad por Francisco Manrique Cabrera y Cesáreo Rosa-Nieves, quienes serán mencionados más adelante por sus obras de creación literaria. Por su parte, el folklore fue el tema de estudio de María Cadilla de Martínez (1886-1951); debe mencionarse, también, la labor historiográfica de Lidio Cruz Monclava (1899) por su magnitud.
La poesía de la década de los treinta en Puerto Rico recoge los valores posmodernistas que se venían desarrollando en el entorno hispanoamericano, con una estética sencilla alejada definitivamente de la ampulosidad del Modernismo, aunque basada también en la libertad de formas y en la innovación que las vanguardias imprimieron en el quehacer poético de la isla. A esto debe añadirse la influencia de la poesía de raigambre popular de los españoles Alberti y Lorca, no sólo en los temas, con una intensa afirmación criollista, sino también en la recuperación de versos y estrofas ya en desuso y propias de la tradición popular (como el octosílabo, la copla o el romance). Por último, el lenguaje poético que desde España venían predicando los jóvenes líricos de la Generación del 27 (entre ellos Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Cernuda y Altolaguirre), el cual recuperaba la obra de Góngora, revalorizada al cumplirse el tercer centenario de su muerte, fue también decisivo en el panorama poético de este período insular.
Luis Palés Matos, tras su aventura diepalista, encontró una nueva fuente de inspiración en las costumbres tradiciones y psicología del negro y del mulato, para lo cual rescató sus propias vivencias de los años de infancia en la Guayana y las plasmó con maestría plástica en sus poemas, utilizando recursos muy variados, como la onomatopeya, la aliteración y la anáfora. No obstante, la poesía de su último período creativo fue mucho más intimista y menos plástica.
Por su parte, Evaristo Ribera Chevremont (1896-1976), considerado uno de los poetas mayores de la lírica puertorriqueña, ha sido capaz de cantar tanto a lo más ínfimo e insignificante como a lo más excelso de los sentimientos humanos, desde el amor, el patriotismo, los temas metafísicos, la deidad o los problemas sociales. Su prolífica producción, que se prolongó en el tiempo más de medio siglo, constituye un caso único en las letras puertorriqueñas.
Por su parte, Evaristo Ribera Chevremont (1896-1976), considerado uno de los poetas mayores de la lírica puertorriqueña, ha sido capaz de cantar tanto a lo más ínfimo e insignificante como a lo más excelso de los sentimientos humanos, desde el amor, el patriotismo, los temas metafísicos, la deidad o los problemas sociales. Su prolífica producción, que se prolongó en el tiempo más de medio siglo, constituye un caso único en las letras puertorriqueñas.
Son muchos los autores líricos que han compartido, junto a los dos anteriores, el protagonismo de la década de los treinta. Es especialmente destacable la participación femenina, la cual enriqueció el panorama lírico isleño tanto en cantidad como en calidad. La primera mención debe ser para José Antonio Dávila (1899-1941), quien, tras diversos vaivenes en su producción, logró componer una poesía reflexiva y de contenido sutil, en la cual afronta temas tan propios de la lírica como Dios, la soledad o la duda existencial; en su libro Vendimia (1940) se halla una selección de los poemas que escribiera entre 1917 y 1939. Juan Antonio Corretjer (1908) es el poeta del paisaje puertorriqueño y de las raíces del ser criollo; entre sus libros se pueden mencionar Ulises (1933), Amor de Puerto Rico (1937), Cántico de guerra (1937), Distancias (1957) o Yerba bruja (1957). Por su parte, Samuel Lugo (1905) evoca la naturaleza isleña y la vida campesina con un tono de sincera nostalgia; publicó su Antología poética en 1971. Francisco Manrique Cabrera (1908-1978), tras la publicación de su Poemas de mi tierra tierra (1936) presenta a un criollo estilizado con un lenguaje poético ágil y con una gran fuerza en sus imágenes. En la nómina masculina hay que destacar, por último, a Manuel Joglar Cacho (1898), con una original manera de entender la poesía, lo que no le impide utilizar estrofas tan tradicionales como el soneto o versificar en heptasílabos y endecasílabos.
En la década de los treinta continuaron también su labor poética autores que habían participado en los movimientos vanguardistas. Entre ellos cabe destacar al ya mencionado José I. De Diego Padró, Emilio R. Delgado, el propio Palés Matos, el ensayista Cesáreo Rosa-Nieves, Vicente Géigel Polanco (1904-1976), Joaquín López López, Graciany Miranda Archilla (1910), Clemente Soto Vélez (1905) y Luis Hernando Aquino (1907).
Por su parte, la poesía femenina, como se ha mencionado más arriba, alcanza un extraordinario desarrollo. La primera poetisa importante de este período es la hermana de Lloréns Torres, Soledad (1880-1968), quien comenzó su producción enmarcada en el ambiente de renovación vanguardista para luego participar en el neorromanticismo y neocriollismo de la época con su Antares mío (publicado tardíamente en 1946), desde una perspectiva original, muy personal. Carmen Alicia Cadilla (1908) es autora de una amplísima obra en la que se incluye la prosa poética; su verso, breve y de gran belleza, hace gala de una gran intimidad y reflexión vital. Mercedes Negrón Muñoz (1895-1974), más conocida por su seudónimo Clara Lair, centra su poesía en los temas del amor, la vida y la muerte; sus creaciones utilizan un léxico corriente y sencillo y estrofas tradicionales, como el soneto y las cuartetas, aunque no duda en usar el simple pareado. Por último, cabe destacar a Julia de Burgos (1914-1953), quien, desde un primer atalayismo, crea un particular universo poético alejado de escuelas y encasillamientos; es famoso su poema ?Río Grande de Loíza?. Otras poetisas de este período son Carmelina Vizcarrondo (1906), Amelia Ceide (1908), Carmen Marrero (1907), Magda López (1900), Olga Ramírez de Arellano de Nolla (1911), Nimia Vicéns (1914) y Amelia Agostini del Río (1896).
La narrativa participa de ese afán de recuperación del alma colectiva puertorriqueña, situándola dentro de la esencia universal de toda la humanidad, es decir, procura encontrar su lugar en el mundo desde la propia esencia del ser criollo, desde la propia realidad insular, y más concretamente desde la vida en el ámbito rural. En cuanto al género, es el cuento el más utilizado, lo que constituye un preludio del importante período posterior, la Generación del cuarenta y cinco.
Fueron cuatro los cultivadores principales del cuento en la década de los treinta. El primero de ellos, Emilio S. Belaval (1903-1972), mezcla la profundidad de los temas con la jocosidad y la ironía, con un lenguaje culto y barroco; su principal obra es Cuentos de la Plaza Fuerte (1963). Otro será Enrique A. Laguerre (1906), quien coloca a personajes de sus propias novelas en cuentos donde tienen mucha importancia los recuerdos de la infancia. Por su parte, Tomás Blanco (1897-1975) demuestra sus inquietudes por la cultura puertorriqueña con unos cuentos que profundizan en la psicología de sus personajes. Por último, Antonio Oliver Frau (1902-1945) está considerado como el mejor cultivador de la narración corta de su época por su obra Cuentos y Leyendas del cafetal (1938), en la cual describe el entorno montañés de los cafetales del occidente central de la isla. Además de estos cuatro autores, deben destacarse otros nombres, tales como Tomás de Jesús Castro (1902-1970), Carmelina Vizcarrondo (1906), Vicente Palós Matos (1903-1963), Washington Lloréns (1900), Ernesto Juan Fonfrías (1909), Julio Marrero Núñez (1910-1982), Anibal Díaz Montero (1911), Néstor A. Rodríguez Escudero (1914), Amelia Agostini del Río (1896), Gustavo Agrait (1904) y Juan Antonio Corretjer (1908).
La novela tiene como máximo exponente en este período al ya mencionado Enrique A. Laguerre, quien sentó las bases de la moderna novelística isleña. Con un esmerado cuidado de la forma y gran sencillez expresiva, maneja con soltura el lenguaje para, sobre todo, describir el paisaje de la isla. Sus obras más conocidas son, entre otras, La llamarada (1935), Solar Montoya (1941) y Los dedos de la mano (1951). A Laguerre hay que sumar otros autores que aparecieron con posterioridad; entre ellos figuran Manuel Méndez Ballester (1909), que utilizó con preferencia el relato histórico, y los ya citados Tomás Blanco, Evaristo Ribera Chevremont, Luis Palés Matos, Luis Hernández Aquino y Cesáreo Rosa-Nieves.
El teatro de este período debe mucho a Emilio S. Belaval (1903-1972), actor, autor y responsable del ensayo El teatro como vínculo de expresión de nuestra cultura (1940), síntesis de las ideas de renovación literaria y del espíritu de la nueva generación visto por un autor que se hallaba inmerso en ella. Por otro lado, los esfuerzos que desde el gobierno insular se estaban haciendo para reafirmar la cultura puertorriqueña dieron como fruto, desde la Administración para la Rehabilitación Económica, la creación del Centro de Estudios para Trabajadores, y dentro de éste un teatro rodante que acercó el drama a muchos confines de la isla que no tenían acceso a él, además de las transmisiones radiofónicas de teatro en directo. Cabe también mencionar la labor de Leopoldo Santiago Lavandero como director de representaciones de la Sociedad Dramática de Teatro Popular ?Areyto?, de vital importancia en la difusión de la cultura y la literatura puertorriqueñas de esta época. En definitiva, se produjo en la isla una auténtica renovación teatral que marcó un antes y un después en la dramaturgia puertorriqueña, la cual sufría un desinterés notable antes de la aparición de esta generación.
De Belaval han quedado numerosas obras que se cuentan entre las más importantes del teatro isleño, no sólo por su calidad, sino por haber roto con unos modos escénicos ya caducos. Entre ellas debe mencionarse La novela de una vida simple (1935), La presa de los vencedores (1939), La muerte (1953), La vida (1959) y El puerto y la mar (1965), etc.
Dentro de la nómina de dramaturgos de los treinta deben mencionarse tres nombres. El primero de ellos es Manuel Méndez Ballester (1909), prolífico autor que se ha acercado a la mayoría de los géneros dramáticos durante sus largos años de producción, desde el teatro ?serio?, con dramas como Tiempo Muerto (1940), con una clara influencia del teatro que venía desde Europa y Norteamérica; Hilarión (1943) dentro del teatro experimental; el género chico con obras como El misterio del castillo (1946), a la que puso música Arturo Somohano, o el sainete Un fantasma decentito (1950); sin dejar de lado la comedia, como Es de vidrio la mujer (1952). Por su parte, Gonzalo Arocho del Toro (1898-1954) centra su teatro en la crítica social con obras como El desmonte (1940). Por último, Fernando Sierra Berdecía (1903-1962) presenta en sus obras dramáticas aspectos que le acercan a la lírica.
Otros nombres que contribuyeron al moderno desarrollo del teatro puertorriqueño son Rechani Agrait (1902), María López de Victoria de Reus (1893; bajo el seudónimo de Martha Lomar), los ya mencionados Enrique A. Laguerre, Amalia Agostini de Del Río y Cesáreo Rosa-Nieves, y Julio Marrero Núñez (1910-1982)
La crisis mundial coincidió, poco después de haber acabado la Gran Guerra, con un período de cierto crecimiento económico en Puerto Rico, que provocó la aparición de un nuevo sistema de clases y el nacimiento de una nueva burguesía que tenía más aprecio por la modernidad que provenía de los Estados Unidos que por conservar los valores tradicionales de la sociedad criolla y el sentido patriótico puertorriqueño. Por otro lado, la industrialización atrajo un mayor número de población hacia la ciudad y provocó el consiguiente nacimiento de un proletariado urbano significativo que en muchos casos vivió en la miseria; de este hecho a la emigración hacia el norte americano, especialmente a la ciudad de Nueva York, hay tan sólo un corto paso. Aparte de esto, la situación política era complicada, aún más con la vuelta del destierro del líder nacionalista Pedro Albizu Campos, que ocasionó la revuelta armada del 30 de octubre de 1950. Todo esto trajo a la isla un clima de pesimismo y desencanto que fue plasmado por los creadores de la nueva generación a través de los que serían sus temas recurrentes: la pérdida del pasado y de la identidad puertorriqueña, la vacuidad de la vida burguesa, los problemas sociales del proletariado (tanto del ámbito rural como de las grandes ciudades), la vida del inmigrante en territorio norteamericano y la difícil situación política del país.
La Generación del cuarenta y cinco debe gran parte de su existencia a la valentía editorial de una mujer, Nilita Ventós Gastón, que no dudó en apostar por los nuevos y jóvenes autores que surgían de esta sociedad convulsa desde las páginas de una revista fundada en 1945, Asonante, por donde pasaron la mayoría de los escritores de esta generación y que traspasó las fronteras isleñas hasta llevar la labor literaria de Puerto Rico hasta Europa, Norteamérica y el resto de Hispanoamérica.
El desarrollo narrativo de este período tuvo en el cuento su principal valedor. La necesidad de cambio, de ir más allá de las fronteras estéticas de los anteriores movimientos, hicieron que los nuevos autores puertorriqueños fijaran su atención en los autores que, como Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Steinbeck, Joyce, Woolf, Kafka, Sartre o Camus, habían renovado la manera de entender la narrativa corta, fundamentalmente en el ahondamiento psicológico de los personajes, utilizando para ello el monólogo interior, la retrospección y la técnica cinematográfica entre otros procedimientos. Es también destacable el cambio de escenario que, desde el ámbito rural de los escritores del treinta, pasa al ambiente urbano y, por consiguiente, a tratar sobre personajes con un rasgo más universal, a pesar de acercarse particularmente a los problemas sociales del ciudadano puertorriqueño.
Los dos primeros nombres que deben citarse en la nueva singladura del cuento en la isla son José Luis González (1926), de ideología marxista y temática urbana, y Abelardo Díaz Alfaro (1919), con inquietud criollista y que alcanzó gran renombre fuera de la isla. Pero fue René Marqués (1919-1979) el cuentista principal de la nueva generación, aparte de dramaturgo, ensayista y novelista. Portavoz del grupo, su estilo literario se centra en el sincretismo formal y la valentía con la que acepta algunos temas tales como el sexo; entre sus obras destacan Otro día nuestro (1955) y En una ciudad llamada San Juan (1960). Otros cuentistas del cuarenta y cinco fueron Pedro Juan Soto (1928), que profundiza en la problemática sociopolítica; Emilio Díaz Valcárcel (1929), hábil en los pasajes de carácter descriptivo y en la utilización del lenguaje popular puertorriqueño; Vivas Maldonado (1926), cuyos cuentos poseen gran intensidad dramática; Edwin Figueroa (1925), que concede gran importancia a los rasgos dialectales del país; y Salvador M. de Jesús (1927-1969), muy preocupado por los problemas sociales de las clases desfavorecidas. A estos nombres deben añadirse los siguientes: Violeta López Suria (1926), Ana Luisa Durán (1929), Esther Feliciano Mendoza (1917), Wilfredo Braschi (1918), Marigloria Palma (1921) y Edmira González Maldonado (1923).
La novela, a pesar del importante cultivo que este género tuvo fuera de la isla, tanto en autores de lengua castellana como en el resto de los idiomas europeos, y del ya mencionado auge del cuento, no tuvo un desarrollo significativo en Puerto Rico durante este período. No obstante, deben destacarse varios nombres, el primero de ellos el ya mencionado José Luis González, quien usó las nuevas técnicas aplicadas en sus cuentos para realizar novelas, entre ellas Paisa; un relato de la emigración (1950) y Mambrú se fue a la guerra (1972), en el último caso un descarnado alegato sobre el horror y la crueldad de la guerra, y ambas escritas con un estilo sencillo, sin estridencias. César Andréu Iglesias (1915-1976), por su lado, sí es un novelista al uso; sus libros tienen la fuerza de un reportaje lleno de vida y acción, tanto interna como externa. El gran cuentista René Marqués publicó dos novelas, La víspera del hombre (1959) y, posteriormente, La mirada (1976), que suponen una descripción de la vida del hombre puertorriqueño y del paisaje que le rodea. El también cuentista Pedro Juan Soto, a pesar de haber escrito tan sólo cinco novelas, comparte con Marqués el mérito de ser los escritores del cuarenta y cinco con una mayor producción novelística; sus obras tratan sobre todo el problema de los inmigrantes en los Estados Unidos, su marginación social y la frustración por no encontrar en la supuesta tierra prometida nada más que miseria y desprecio. Este tema también fue abordado por Emilio Díaz Valcárcel (1929), especialmente en su novela Harlem todos los días (1978), donde aborda los problemas que surgen en la babel políglota que es Nueva York, donde conviven muchos hispanohablantes de diferentes orígenes que tienen problemas para comunicarse entre ellos, aparte de los lógicos problemas de convivencia lingüística con el inglés. Otros novelistas de esta generación son Reyes García (1928), Edelmira González Maldonado (1923), Ricardo Cordero (1915), José Luis Martín (1921), Rafael A. González Torres (1922), Eduardo Seda (1927), Marigloria Palma (1921), Cotto-Thorner (1916) y Josefina Guevara Castañeira (1918).
La poesía hispanoamericana entre los años 1940 y 1955, desde el influjo del mejicano Octavio Paz, entró en una fase de profundización trascendental e interiorización que también llegó hasta el territorio insular. Las teorías literarias del superrealismo y los temas y actitudes del existencialismo literario están también muy presentes en los autores del este período (sobre todo influidos por los españoles Unamuno, Antonio Machado y Ortega y Gasset). Además, es necesario rastrear en la poesía de esta época para encontrar raíces míticas del pasado indígena borinquense y de la naturaleza como símbolo de las esencias de la tierra puertorriqueña. No obstante, la temática de la poesía abarca viejos motivos, aunque con una perspectiva y una actitud novedosa, regida por esa angustia existencial. Formalmente, los poemas van desde los sencillos de arte menor hasta los sonetos de corte clásico y otras estrofas como la décima, el romance o la elegía. En definitiva, una poesía que escoge variados caminos para expresarse y que, en general, se caracteriza por un hermetismo no conocido hasta ahora en las letras isleñas.
La figura cimera de este período es, sin duda, Francisco Matos Paoli (1915), considerado por muchos como uno de los cuatro grandes poetas puertorriqueños del siglo XX (junto a Lloréns Torres, Ribera Chevremont y Palés Matos). Durante el más de medio siglo en el que ha ido desarrollando su obra ha escrito más de 35 libros de poemas, desde prácticamente su adolescencia hasta la última década del siglo XX. De profunda fe religiosa, los temas recurrentes de su poesía son el fervor trascendente, el patriotismo y la denuncia social; en cuanto a la técnica, su poesía es muy elaborada, con un concienzudo cuidado de la palabra fruto de su responsable sentido del papel que debe desempeñar un lírico como interpretador de la realidad social del país.
Sin menoscabar la importancia que incluso para sus coetáneos tuvo Matos Paoli, este autor convivió en el tiempo con el movimiento poético del trascendentalismo, cuyos creadores, Félix Franco Oppenheimer (1912), Eugenio Rentas Lucas (1910) y Francisco Lluch Mora (1924), pretendían oponer a la cruda realidad del cientificismo y materialismo de la sociedad de su tiempo el fomento de la espiritualidad, de una actitud trascendente para el logro del arte humano. En su caso, Franco Oppenheimer, claramente ligado al existencialismo, escribe sus poemas desde la angustia del ser humano ante su ser y su destino, con sobriedad y sencillez en su expresión, y utilizando tanto versos clásicos, como el alejandrino y el endecasílabo, como el verso libre. Lluch Mora, por su parte, es más proclive a utilizar el soneto y a conceder más importancia a la forma que al contenido de su poesía, en la que trata temas clásicos como el amor, la belleza, la muerte, la fe religiosa, etc. Por último, Rentas Lucas, que sintió el dolor desde su infancia, lo describe desde la esperanza que le concede su profunda convicción cristiana, en un empeño decididamente místico de búsqueda de Dios, todo ello expresado con un lenguaje austero y sobrio, con una lírica recatada y pudorosa. A estos tres autores se sumaron algo más tarde Jorge Luis Morales (1930), cuya poesía posee grave solemnidad y afirmación metafísica, y se mueve tanto en las estrofas de la poesía tradicional como en el más absoluto versolibrismo; y Ramón Zapata Acosta (1917), cuyo verso, aunque de corte moderno, sigue los dictados de este movimiento en la búsqueda de lo individual y de la expresión íntima del ser.
La nómina de poetas que se hallan, en mayor o menor medida, fuera del movimiento trascendental está repleta de nombres (entre ellos los de varias poetisas) que tuvieron su lugar dentro de esta generación, pero que no han alcanzado la trascendencia de los autores anteriormente citados. Los más destacados son: José Emilio González (1918), Juan Martínez Capó (1923), Marigloria Palma (1921), Ester Feliciano Mendoza (1917), Laura Gallego (1924), Violeta López Suria (1926), Pedro Bernaola (1919-1972), Guillermo Gutiérrez Morales (1928), Guillermo Núñez (1927), Osiris Delgado (1920), Elena Ayala (1924) Lilianne Pérez-Marchand (1926), Josefina Guevara Castañeira (1918), y Gladys Pagán de Soto (1926). Por último, debe también destacarse a cuatro poetisas que han realizado su obra poética en los Estados Unidos: Diana Ramírez de Arellano (1919), Poliana Collazo (1917), Carmen Puigdollers (1924) y Egla Morales Blouin (1930).
El espíritu de renovación literaria presente en la Generación del cuarenta y cinco tiene en el teatro una solución de continuidad con el ya iniciado tras la fundación, en los treinta, de la Sociedad Dramática de Teatro Popular ?Areyto?, aunque con un claro afán universalista de preocupaciones existenciales. El desarrollo del teatro en esta época, no obstante, no puede entenderse sin la labor de Francisco Arriví (1915), autor, director, luminotécnico y empresario, en definitiva, un amante del teatro (que también hizo incursiones en la poesía) que realizó una aportación esencial para el desarrollo del teatro puertorriqueño contemporáneo. En cuanto a su obra dramática, sus pretensiones son las de crear un teatro universalista con unos personajes sin fronteras. Su obra más destacada es la bilogía Bolero y plena (1956).
El ya mencionado cuentista René Marqués también realizó una labor dramática de primer orden (es quizá uno de los principales valores de la literatura puertorriqueña contemporánea); su teatro, de un nivel de creación muy complejo y maduro, posee una vigorosa fuerza trágica y un lenguaje muy cercano al lirismo, aunque algunas de sus obras se han incluido en el llamado teatro del absurdo. Autor prolífico, algunas de sus obras, como La muerte no entrará en palacio (1957) y La casa sin reloj (1960) obtuvieron importantes premios, como el del Ateneo Puertorriqueño; algunas otras dignas de mención fueron El apartamento (1964) y El hombre y sus sueños (1948).
Además de Arriví y Marqués, deben destacarse los nombres de Gerard Paul Marín (1922), Roberto Rodríguez Suárez (1923), Pedro Juan Soto (1928), Carmen Pilar Fernández de Lewis (1925), y el ya mencionado César Andréu Iglesias.
El decisivo desarrollo que el ensayo tuvo en la anterior Generación del treinta tuvo su digna continuación en los autores del cuarenta y cinco, con las mismas preocupaciones por la esencia y destino de la cultura insular, una auténtica necesidad de autodefinirse y encontrar una personalidad singular a la cultura isleña.
De nuevo es necesario mencionar a René Marqués quien, con su labor ensayística, culmina un proceso creativo que le hace ostentar el título del más importante literato de su generación, al margen de que pueda ser considerado como un verdadero intelectual. Sus ensayos, publicados en periódicos y revistas, versan sobre los más variados temas, desde el análisis puramente literario a la crítica directa, a los problemas sociales de la isla y el rechazo frente al sistema colonial. Su obra ensayística fue en su mayoría recopilada en la obra Ensayos (1953-1971), publicada en 1972.
Por su parte, hubo en este período grandes cultivadores del ensayo literario y filosófico, dentro del cual destaca la labor de José Emilio González (1918), el poeta Juan Martínez Capó (1923), los ya mencionados Francisco Arriví y Francisco Matos Paoli, José Luis Martín (1921), Ángel Luis Morales (1919), los también citados Félix Franco Oppenheimer y Francisco Lluch Mora, Julio César López (1926), Monelisa L. Pérez-Marchand (1918) y Esteban Tollinchi (1932). El cuanto al ensayo de factura artística, la principal figura es Ester Feliciano Mendoza (1917), de cuya pluma salieron algunas estampas evocadoras del pasado puertorriqueño; además de ella, debe mencionarse a Josefina Guevara Castañeira y Juan Enrique Colberg (1917-1964), Arturo Ramos Llompart (1921), Julio César López (1926) y Wilfredo Braschi (1918). Por último, hay que resaltar también la importancia que tuvo el ensayo de análisis e interpretación histórica, social, política y cultural puertorriqueña, dentro de la ya mencionada búsqueda de la identidad cultural de la isla, así como la proliferación de las crónicas humorísticas de crítica sociocultural y la continuación de la obra erudita de investigación y recopilación de la esencia cultural puertorriqueña en las más variadas ramas del saber y de las manifestaciones artísticas, en especial de la lengua, el folklore y la historia de la isla.
La Generacion del sesenta
La historia de Puerto Rico experimentó una evolución desde mediados del siglo XX, que ya se venía gestando desde épocas anteriores. El 3 de julio de 1952, Puerto Rico adquiría la categoría de Estado Libre Asociado, y poco después se redactaba una constitución nueva para un nuevo período en el que dicha categoría unía irremisiblemente el destino de la isla al de los Estados Unidos. Esta situación trajo consigo la aparición de una poderosa clase alta que se benefició de los cambios políticos, sobre todo del monopolio casi exclusivo del comercio y del capital estadounidense, e hizo que se intensificaran aún más las diferencias entre estas clases y el resto de los ciudadanos de un estado que perdía población con celeridad y veía cómo se despoblaban las zonas rurales y aumentaba la población de las ciudades, donde el desempleo hacía mella con toda su retahíla de problemas sociales. La consecuencia evidente, en lo que a las manifestaciones culturales se refiere, fue el nacimiento de una nueva generación de autores que intentó plantar cara a esta sociedad desmoralizada y peligrosamente acomodada desde la crítica y el análisis real de la difícil situación social. La cercanía geográfica de la isla con Cuba hizo posible que el movimiento revolucionario que se gestó en el territorio cubano no pasara inadvertido para la juventud estudiantil puertorriqueña que, desde las universidades, fomentó un espíritu de ruptura con el mundo que les tocó vivir y un deseo de luchar contra todas las desigualdades en las que su país se había visto envuelto. En definitiva, se produjo el nacimiento de una generación literaria (que aún no ha terminado de dar sus frutos) de auténtico compromiso. Y, como viene siendo habitual, dicha generación encontró en la prensa escrita una de las mejores formas de expresar sus ideas, sobre todo a través de las publicaciones Guajana, Mester, Palestra y Zona carga y descarga.
La poesía, como no podía ser menos, se politizó para entablar una enconada batalla contra el inmovilismo, la enajenación e incluso el idealismo y la metafísica. La lírica fue el arma utilizada contra esa situación, de la misma forma que lo fue la narrativa, el teatro y el ensayo.
El primer nombre, adelantado a la nueva generación y separado de ésta por su prematura muerte, fue Hugo Margenat (1933-1957), poeta grave e intenso que, pese a su juventud, supo vestir de decidida intencionalidad revolucionaria a su poesía con títulos como Lámpara apagada (1954) e Intemperie (1955). Poco después de su muerte, un grupo de universitarios de Río Piedras creó, en 1962, la revista Guajana como medio de expresión para su nueva lírica politizada, militante y comprometida; en ella se atacaba con decisión la estética (y se puede decir que la ética) burguesa, al ver al poeta como parte viva del pueblo y sentirse reflejados en la obra del español Miguel Hernández. Es evidente que cada autor tuvo su personal manera de afrontar dicho reto, pero, dado el carácter colectivo de su obra, sólo se citarán sus nombres. La nómina es la siguiente: Andrés Castro Ríos (1942), Vicente Rodríguez Nietzsche (1942), José Manuel Torres Santiago (1940), Wenceslao Serra Deliz (1941), Marcos Rodríguez Frese (1941), Edgardo Luis López Ferrer (1943), Ramón Felipe Medina (1935), Marina Arzola (1938-1976), Juan Sáez Burgos (1943), Edwin Reyes Berríos (1944) y Antonio Cabán Vale (1942).
Desde la misma perspectiva, y siguiendo los postulados revolucionarios ya consolidados del grupo anterior, fue fundada en Aguadilla, en 1967, la revista Mester, comprometida con el socialismo internacional y cuyo verso se nutre estéticamente de los principios artísticos que predica el credo marxista, lo que se traduce fundamentalmente en la oposición directa del poeta encerrado en su torre de marfil. No obstante, algo sí diferencia al anterior grupo de éste, y no es otra cosa que el respeto absoluto a la individualidad artística de cada escritor, basado en el principio de que se puede establecer un puente que una con armonía el compromiso político con la voluntad estética. Salvador López González (1937) fue uno de los poetas del grupo que, detrás de una base poética romántica y modernista, realizó una lírica que desde el pesimismo existencial evocaba el desaparecido mundo borinquense y lo contraponía a la dura realidad social; su obra se halla recopilada en los volúmenes Ecos del alma (1956) y Tierra adentro (1961). Por su parte, Jorge María Ruscalleda Bercedóniz (1944) es quizá el principal poeta del grupo; su temática está centrada fundamentalmente en la justicia social y en la humanidad que se está perdiendo, y está realizada con un verso polimétrico (aunque mantiene el patrón tradicional de la rima asonante) de gran intensidad dramática; su obra más característica es Prohibido del habla (1972). Iván Silén (1944), con sus obras Después del suicidio (1970) y Pájaro loco (1971), se muestra como un lírico original cuyos poemas en muchas ocasiones carecen de cohesión y de enlaces lógicos en su exposición, normalmente presentados con efectos rítmicos-fónicos en los que existe una ausencia total de reglamentación ortográfica; plantea en ellos el tema de la situación colonial como un suicidio colectivo, y centra su crítica en la hipocresía burguesa. Otro autor, Sotero Rivera Avilés (1933), reúne la mayoría de su producción en Cuaderno de tierra y hombre (1956-1973), publicado en 1975; su poesía se inspira fundamentalmente en la realidad de la tierra y del hombre de Puerto Rico, alejados ambos del criollismo meramente pintoresco. Por último, debe nombrarse a dos autores más, Carmelo Rodríguez Torres (1941) y José Luis Rosario Fred (1942), ambos con tan sólo un poemario en su producción.
A estos dos grupos hay que añadir un tercero que también se congregó alrededor de la aparición de una revista literaria, en este caso Palestra, fundada asimismo en 1967. Si bien durante los primeros momentos de su andadura esta revista se alejó del partidismo político, pronto se centró también en la lucha revolucionaria patriótica y socialista; los escritores del grupo entienden su obra poética como un arma de combate contra el capitalismo y la situación colonial que padece la isla. Tres fueron los poetas que dieron vida a la revista. El primero de ellos es Irving Sepúlveda Pacheco (1947), cuya poesía tiene un hondo compromiso humano contra las clases desfavorecidas y formalmente se ubica dentro del versolibrismo. El segundo es Ángel Luis Torres (1950), quien utiliza en su verso la vieja máxima de la literatura renacentista hispana del menosprecio de corte y alabanza de aldea, identificada con el pueblo de la Guayanilla y con la vieja capital de la isla, en contraposición con el imperialismo que sufre el país. Y el tercero de ellos, Juan Torres Alonso (1943), muestra una persistente inquietud ante la problemática social del hombre moderno.
Otros poetas han cultivado la temática de protesta social y política al margen de los tres grupos anteriores. El primero de ellos, Luis Antonio Rosario Quiles (1936), realiza esta protesta con un lenguaje que utiliza diversos recursos expresivos que, a modo de collage, y con un léxico inmerso en el habla coloquial vulgarizante, presentan al personaje de Víctor Campolo (en los poemarios El juicio de Victor Campolo, de 1970, y La movida de Victor Campolo, de 1972), de existencia esquiva, que quebranta sistemáticamente el orden civil establecido. Jacobo Morales (1934) utiliza una poesía hablada, casi narrativa, y por descontado versolibrista, para denunciar la pérdida gradual de los perfiles tradicionales del pueblo puertorriqueño ante el influjo cultural del mundo norteamericano, todo ello con un tono irónico y burlesco. Asimismo, Iris M. Zavala (1936) ha realizado una lírica antibelicista con un lenguaje de tintes surrealistas. Victor Fragoso (1944-1982), que residió en Nueva York desde 1966, también denuncia los conflictos bélicos así como el servicio militar obligatorio. A estos autores hay que añadir los nombres del español afincado en la isla Alfredo Matilla Rivas (1937) y el de Luz María Umpierre-Herrera (1947).
El movimiento de liberación femenina, desarrollado a partir de la segunda mitad de la década de los años sesenta, trajo consigo la aparición de un número notable de poetisas que denunciaron la situación de inferioridad en la que se hallaba inmersa la mujer de Puerto Rico, y para la cual sólo cabe luchar con una labor de interiorización que consiga encontrar la afirmación de la mujer como un ser humano con las mismas posibilidades que el hombre, y no un mero objeto sexual acosado por la sociedad. Líricamente, este postulado debe alcanzarse con una labor confesional y testimonial de profundización en la propia esencia femenina a través de una poesía íntima y sincera. Dos son las poetisas más destacadas de este movimiento revolucionario femenino, y ambas empezaron desde muy jóvenes su producción. La primera de ellas, Ángela María Dávila (1944), expresa esta inquietud desde la cotidianidad de la mujer en la isla y su modo de enfrentarse a la sociedad y al hombre, visto como un ?animal a la vez fiero y tierno?. La segunda es Megaly Quiñones (1945), quien presenta a la mujer como un ser sensible que es capaz de detenerse y vibrar ante el mundo desde la captación, a la par, del ojo objetivo y la abstracción. Además de ellas hay que destacar los nombres de María Arrillaga (1940), en quien se mezclan la esencia femenina con el anhelo y calor de la tierra nativa; Loreina Santos Silva (1933), de actitud intimista, muy preocupada por la esencia del ser humano y de la mujer en particular; Olga Nolla (1938), cuyo verso está impregnado de gran rebeldía y denuncia social; Rosario Ferré (1938), en la que se entrevé una disconformidad feminista, en clara disposición de supervivencia ante el ser masculino; y, por último, Mili Mirabal (1940), quien defiende abiertamente el derecho de igualdad de la mujer.
Ante este panorama poético de decidida crítica social, las voces poéticas que se encontraban, en mayor o menor medida, fuera de este movimiento, aunque importantes, quedaron un tanto eclipsadas. La mayoría son meras continuadoras de los postulados líricos de la anterior Generación del cuarenta y cinco. A continuación, y nuevamente por la necesidad de extractar toda la literatura isleña en un artículo de reducidas dimensiones, se dan los nombres de estos poetas para que quede constancia de los más destacados: Anagilda Garrastegui (1932), Jaime Vélez Estrada (1936), Jaime Luis Rodríguez (1933), Roberto Hernández Sánchez (1939), Reinaldo R. Silvestri (1935), Manuel F. Arraiza (1937), Adrián Santos Tirado (1936), Jaime Carrero (1931), José María Lima (1934), Clara Cuevas (1937), Edilberto Irizarry (1938), Arturo Trías (1947), Hjalmar Flax (1942), Ramón Figueroa Chapel (1935), Ernesto Álvarez (1937) y, por fin, Pablo Maysonet Marrero (1937).
La narrativa de la Generación del sesenta guarda, en general, las mismas intenciones de crítica social de la poesía en su temática, aunque en la construcción y el estilo sí que experimentan una transformación mayor, con formas y técnicas nuevas que suponen la lógica evolución iniciada en los períodos anteriores y que acercan la narrativa puertorriqueña a lo que se ha dado en llamar el ?boom? de la literatura hispanoamericana (con sus rasgos característicos de atemporalidad, historias encadenadas a modo de ?cajas chinas?, la exploración de mundos mágicos, etc.), donde el lenguaje se viste de mayor autenticidad, se aleja definitivamente del encubrimiento de etapas anteriores y alcanza distintos niveles, desde el coloquial pasando por el popular e incluso el vulgar. No obstante, y antes de detenerse en los autores más destacados, debe hacerse mención a un narrador cuya figura se adelanta a esta generación en cuento a la temática social, Luis Rafael Sánchez (1936), que imprime a sus personajes de una carga simbólica donde la fugacidad del tiempo es una continua fuente de angustia.
Es especialmente digno de reseñar el gran auge que durante este período experimentó el cuento. La nómina de cuentistas es amplísima; destacan entre ellos los siguientes: Manuel Ramos Otero (1948), seguidor devoto de Cortázar, responsable de una serie de cuentos en los que su característica fundamental es la de conceder al lector un papel fundamental a la hora de establecer un orden lógico de la acción; el poeta Tomás López Ramírez (1946), quien basa la trama de sus cuentos en la experiencia cotidiana de sus personajes para que busquen su naturaleza más íntima y oscura; Egberto Figueroa (1945), que plasma la confusa vida moderna a través de las duras tribulaciones de sus personajes; Carmelo Rodríguez Torres (1941), de claro sentimiento patriótico independentista; Rosario Ferré (1938), que describe el proceso de decadencia de la alta burguesía de la isla; y, por último, Carmen Lugo Filippi (1940) y Ana Lydia Vega (1946).
La novela, por su parte, también pareja al llamado ?boom? hispanoamericano, tiene como iniciador al citado Rodríguez Torres con su libro Veinte siglos después del homicidio (1971). Este autor enmarca la problemática social de la sociedad de su tiempo dentro de una atmósfera de elementos mágicos tales como el mito, la quimera o el sueño. Por su parte, Edgardo Rodríguez Juliá (1946), autor de La renuncia del héroe Baltasar (1974), también introduce elementos míticos y de realismo mágico en sus obras junto a evocaciones costumbristas tradicionales. Roberto Cruz Barreto (1937), el novelista más fecundo de esta generación, coloca a sus personajes en la asfixiante realidad colonial que les niega cualquier afirmación de su condición criolla, inmersos en un mundo de desigualdades sociales. El citado Egberto Figueroa utiliza para su quehacer narrativo el mismo fondo que para sus cuentos, el confuso ambiente de la vida puertorriqueña en los tiempos modernos; algo parecido ocurre con Luis Rafael Sánchez (1936), autor de La guaracha del Macho Camacho (1976), quien, con elementos paródicos, plasma el patente estado de degradación de la sociedad isleña. Tomás López Ramírez, quizá demasiado influido por su labor como cuentista, manifiesta cierta tendencia al desarrollo esquemático de la trama argumental. Asimismo, el cuentista Manuel Ramos Otero es quizá el mejor artificioso del grupo, y en él destaca su capacidad para inventar nuevos términos léxicos partiendo del habla popular de la isla; en su obra existe un patente deseo de que todo se reduzca a un juego en el que aparecen falsos manuscritos o aventuras fingidas que contribuyen a la parodia con la que poner de relieve la escasa importancia de los valores de la sociedad actual. Otro autor, Jorge María Ruscalleda Bercedóniz (1944), se centra de modo decidido en la necesidad de la solidaridad humana para con el necesitado y de la denuncia social, para lo cual utiliza la sátira cargada de menosprecio político. Y, por último, Iris M. Zavala (1935) busca sus personajes en los más recónditos rincones de la sociedad urbana.
El ensayo tiene un talante netamente político, en muchos casos influido por la ideología marxista. Mediante él se expresa el pesimismo por la situación actual de la isla, donde el espíritu patriótico de búsqueda de la identidad criolla, que en otras generaciones fue tan importante, está en este momento prácticamente extinguido debido al peso terrible de la situación colonial de Puerto Rico. El ensayo, pues, de preocupaciones sociales y políticas adopta la posición de combate ideológico con un lenguaje en muchas ocasiones agresivo. Los cultivadores más importantes son Manuel Maldonado Denis (1934), Juan Ángel Silén (1938) y Edgardo Rodríguez Juliá. En cuanto al ensayo de crítica literaria, los autores han visto necesario adentrarse en un análisis de la realidad social para poder comprender mejor la literatura comprometida de esta época, así como la obra de algunos autores que en la esfera internacional se han preocupado por el tema, como pueden ser Lifschitz, Goldmann o Cornforth, además de corrientes como el estructuralismo; este género de ensayo fue cultivado en este período en Puerto Rico por Iris M. Zavala, Arcadio Díaz Quiñones (1940), José Ramón de la Torre (1935), María Magdalena Solá (1940), José Luis Méndez (1941), Rosario Ferré (1938) y otros autores.
Asimismo, y como ocurre con las generaciones anteriores, ha sido muy importante la labor que los especialistas en cada una de las materias han hecho en los más variados campos de la investigación y de la recopilación de las manifestaciones de la historia, folklore, lengua y literatura puertorriqueñas, más aún en este período en el que el acervo cultural isleño se hallaba en grave peligro por la influencia del colonialismo norteamericano.
De nuevo le corresponde a Luis Rafael Sánchez (quizá uno de los escritores de mayor talento de la literatura contemporánea puertorriqueña) el papel de ?adelantado? a la generación gracias a su aportación a la evolución teatral que ya se había venido gestando en generaciones anteriores; este autor comenzó a darse cuenta de que, a pesar de esta evolución, el teatro necesitaba ?nuevos aires? para poder plasmar con mayor acierto la realidad social de la isla, ya que, con palabras del propio Sánchez, es necesario ?utilizar el sarcasmo, la sátira, el relajo ?gordo? como posible manera de salir de nuestra realidad social?. En definitiva, un nuevo teatro que incluso indigne al espectador y le haga reaccionar para que se dé cuenta de lo que ocurre a su alrededor, sobre todo al ver en escena cómo unos personajes angustiados con problemas de integración le reclaman un lugar digno en su mundo. Entroncan estos jóvenes autores con lo que algunos críticos han llamado la Generación de 1954 en el mundo hispanoamericano, una generación que renovó las artes escénicas para plasmar problemas universales desde el localismo del universo más cercano al propio autor. No es tampoco desdeñable la influencia que el teatro de Bertolt Brecht ha producido en el panorama dramático internacional, y, como no podía ser de otro modo, también en el teatro puertorriqueño contemporáneo.
Luis Rafael Sánchez es, pues, el autor más importante de esta generación; su teatro es muy lírico, aunque no faltan en él el humor y la sátira social cercana al esperpento de Valle Inclán, y es común la elusión del enfoque realista. Junto a este autor, otros nombres sobresalen. El primero de ellos es Myrna Casas (1934), escritora afín en ciertos aspectos de temperamento y estilo a Sánchez, aunque tamizado por una vertiente psicológica y un profundo y doloroso realismo, tanto puertorriqueño como universal. Jaime Carrero (1931), por su parte, realiza un teatro más experimental con una base temática fundamentalmente basada en la vida del inmigrante puertorriqueño en Nueva York; algunas de sus técnicas innovadoras incluyen la proyección de diapositivas, películas, efectos de luces y sonidos, etc. El caso de Pedro Santaliz (1938) es antagónico, ya que sigue las directrices del dramaturgo polaco contemporáneo Jerzy Grotowski, quien promueve un ?teatro pobre?, donde la expresión corporal y la oratoria de los actores suplen cualquier otro artificio, además de ser partidario de acercar las obras clásicas al espectador moderno mediante adaptaciones libres; en el caso de Santaliz, el acercamiento se produce poniendo en escena elementos de la leyenda indígena borinquense. Lydia Milagros González (1942), muy comprometida con la realidad política y social del presente en la isla, sigue fundamentalmente los postulados del teatro brechtiano: trama sencilla, narración y comentario coral, tono irónico, crudeza realista, lenguaje cotidiano, interpelación a los espectadores, etc., aunque esto se cruce con la concepción más tradicional del teatro gestado en generaciones anteriores. Rosario Quirales (1935) también centra su teatro en la denuncia social y política. Por el contrario, Torres Alonso (1943) introduce rasgos experimentales también presentes en la novela de esta período, como son la introducción de planos distintos del acontecer en escena, con lo que se rompe el sentido tradicional del espacio y el tiempo. Jacobo Morales (1934), también guionista y director de cine, aborda la crítica a la burguesía dirigente al poner de manifiesto su insensibilidad antes los problemas sociales que le rodean. Luis Torres Nadal (1943), actor, profesor de arte dramático y director teatral, utiliza incluso el lenguaje obsceno para que la crítica social sea aún más sorprendente para el espectador. Por último, Walter Rodríguez (1945), también actor, aborda temas tan actuales como pueda ser una huelga obrera.
Los últimos lustros de creación literaria en Puerto Rico parecen haber forjado una nueva generación que muchos ya han bautizado como la Generación del setenta y cinco. No obstante, la mayoría de los escritores que la integran aún se encuentran en un período de iniciación, y muy pocos han llegado a una etapa de creación madura que habrá de determinar la postura artística que asumirá finalmente esta supuesta generación. Lo que sí es un hecho es que la crítica social que sirvió de nexo a los autores de la anterior generación no sólo no ha perdido motivos para que sea llevada a cabo, sino que en cierta medida es aún más necesaria, debido a la aguda crisis de valores, tanto materiales como espirituales, que existe en el universo isleño de finales de siglo, inmerso en un proceso de cambio de una sociedad capitalista burguesa a una sociedad capitalista industrial.
Es común entre estos autores el buscar la inspiración en lo anecdótico de la vida diaria, en lo más nimio e intrascendente, para conseguir el éxito en la búsqueda de la identidad del ser, es decir, alcanzar desde lo más pequeño las más altas cotas de intimismo, todo ello con un nuevo lenguaje, alejado de la agresividad del utilizado por la generación anterior para acercarse al lenguaje real, para que nada interfiera en la comunicación entre ellos y el receptor. En cuanto a la temática social, pretenden armonizar el compromiso social y el arte, y superan el desamparo con la esperanza.
La poesía se aleja del exigido compromiso político de los autores que nacieron al amparo de revistas como Guajana, Mester o Palestra; por su parte, las publicaciones que se encargan de sacar a la luz esta poesía pretenden ser únicamente espejo del quehacer lírico de los autores noveles. Corresponderá en particular dicha labor a la revista Ventana, fundada en 1972, desde la que se emplaza a los jóvenes poetas para que den la misma importancia a lo político que a lo poético, como es el caso de la lírica de Neruda. Es quizá una poesía que se preocupa más por lo ético que por lo político, más interesada en definitiva en la esencia del ser humano que en la simple crítica social, en la solidaridad y el compromiso con el prójimo y con la identidad patriótica que en la censura de lo que supuestamente causa el mal social. Claro ejemplo de esta actitud es la lírica de José Luis Vega (1948), de gran talento y madurez estética y en donde caben desde el realismo hasta la emotividad, sin dejar de lado la ironía y el humor. Otro de los fundadores de Ventana es Salvador Villanueva (1947), autor de Poema en alta tensión (1974) y Expulsado del paraíso (1981), libros en los que, como ocurre con Vega, tiene una gran importancia la solidaridad humana, aunque Villanueva se expresa con auténticas andanadas verbales, con una poesía reducida a su mínima expresión. Al margen de estos dos autores, cabe también destacar la labor de otros poetas vinculados a Ventana: Eduardo Álvarez (1947-1973), fallecido poco después de publicar Los gatos callejeros (1973), y cuya poesía ahonda en la observación del propio yo interno; José A. Encarnación Díaz (1946), cuyos temas recurrentes son la fugacidad del tiempo y la denuncia de la miseria de la clase obrera; Jan Martínez (1954), también interesado por el drama de los desfavorecidos; y, por último, Marcos F. Reyes Dávila (1952), de estética neorromántica, en la que encuentra un gran interés por los paisajes desoladores en donde hallar los símbolos para su expresión poética.
El resto de los poetas de esta nueva generación puede clasificarse según el momento en el que éstos empiezan a publicar. En primer lugar, aquellos autores que comenzaron a publicar antes de 1976: Etnairis Rivera (1949), autora que, desde el indigenismo y el criollismo, especialmente en el canto telúrico isleño, realiza una poesía de renovación que aspira a la libertad de comunicación entre los hombres; Dalia Nieves Albert (1948), interesada por la crítica social y la solidaridad, como en el caso de Áurea María Sotomayor (1951), que también aborda el tema de la fugacidad del tiempo; Vannesa Droz (1952), poetisa del amor, la muerte y la fugacidad, que utiliza con profusión las representaciones simbólicas; Ángel M. Encarnación (1952), con una poesía experimental en la línea de Octavio Paz; Luis César Rivera (1949), que se rebela contra la anonimia del hombre de hoy, inmerso en la maraña de la sociedad; y Luz Ivonne Ochart (1949), con su poesía de ?encuentros, de calles y gente, recuerdos y vida?. En segundo lugar, los autores que publican a partir de 1976: Lydia Zoraida Barreto (1948), con una lírica de composiciones breves y temática variada; Jorge A. Morales (1948), con un magistral dominio del idioma; Ricardo Cobián (1951), nacido en Cuba, con una lírica de denuncia social; José Ramón Meléndez (1952), quizá el poeta más fecundo de este período, creador de una ortografía poética personal y cuya obra, afanada en experimentar con el verso, apenas se ha publicado; Victor Ramón Huertas (1947), empeñado en encontrar desde la poesía sus propias raíces y su identidad; Jorge Valentín (1946), con una militancia social más marcada; Eric Landrón (1953), con gran agudeza de ingenio y un extraordinario poder de recreación lingüística; Eladio Torres (1950), que indaga en la naturaleza de la poesía; Nemir Matos-Cintrón (1949), que acerca la poesía al lenguaje conversacional; Rafael Colón Olivieri (1947), cuya temática gira en torno a la palabra como sustancia estética; y Rosario Esther Ríos de Torres (1948), que propugna la libertad de expresión poética, alejada del yugo métrico y en la que es muy corriente encontrar aliteraciones y repeticiones léxicas. Por último, los autores que han comenzado su trayectoria en la década de los ochenta: David Cortés Cabán (1952), neoyorquino, que encuentra en el amor y la poesía los medios para escapar de una realidad opresora; Giannina Braschi (1954), que elige lo cotidiano como fuente de expresión poética; y, por fin, Lilliana Ramos Collado (1954), de poesía experimental, hasta el punto de crear el término ?proema? para definir una lírica rayana entre la poesía y la prosa, donde la asimetría y la ausencia de rima son sus rasgos más destacados. La nómina continúa, pero ha de pasar algún tiempo para poder acercarnos a unos poetas que se encuentran en plena producción.
En cuanto a la narrativa, al ?boom? de los sesenta hay que añadir el ?postboom? de la década siguiente, durante el cual las letras hispanoamericanas alcanzan las más altas cotas de popularidad mundial. En Puerto Rico, la nueva generación aún no se ha definido con la suficiente firmeza como para poder esclarecer cuál es su afán narrativo, aunque sí se deja entrever un interés claro por describir la realidad puertorriqueña y su cultura popular, sobre todo de su habla.
En el caso de esta nueva generación, existe una preferencia cuantitativa por el cuento frente a la novela. Los principales autores son: Magali García Ramis (1946), autora que utiliza la retrospección debido a la importancia que para ella tiene la memoria y la evocación como medios literarios; Edgardo Sanabria Santaliz (1951), discípulo del Taller de Narrativa de Emilio Díaz Valcárcel, quien se centra en la cotidianidad del vivir isleño; Juan Antonio Ramos (1948), interesado también en el vivir diario del hombre de la calle, de sus inquietudes y zozobras; Luis Melvin Villabol (1955), que explora los más sórdidos ambientes de ciudad, desde los que narra crímenes, suicidios y la soledad de seres extraños y grotescos; Ángel M. Encarnación (1952), quien imita con ironía la literatura del Medievo para relatar las miserias del mundo actual; Héctor J. Martell (1949) y Cirilo Toro Vargas (1947), promotores de la revista Creación, cultivadores de una prosa experimental; y Mayra Montero (1952), cubana, de prosa sugerente.
La novela, como ya se ha mencionado, tiene un cultivo muy reducido. Destacan tan sólo el cuentista Ángel M. Encarnación, cuya única obra, Noches ciegas, relata el ambiente isleño durante los años sesenta; y Edgardo Jusino Campos (1951), de libre fluir expresivo e interés por la semántica de palabras y frases.
El teatro, que sigue la estela de la dramaturgia de la década anterior, en la que el peso específico de Brecht es evidente, no ha cosechado los éxitos que en un principio se esperaban de él, quizá por ser muy escaso el número de autores. Un nuevo teatro popular tiene como representantes a Jorge Rodríguez (1950) y José Luis Ramos (1950), empeñados en acercar el teatro al hombre de la calle, sobre todo a través del lenguaje popular. El teatro más convencional está representado principalmente por Flora Pérez Garay (1947) y Joset Expósito (1956). Por último, cabe destacar el cultivo de un nuevo teatro infantil en la década de los setenta, cuya principal valedora es Rosita Marrero (1950).
Por último, el ensayo continúa también la estela de la generación anterior, con una visión pesimista frente a la situación de franca crisis que acucia al estado. Por destacar algún nombre, puede citarse la labor de Héctor J. Martell y Cirilo Toro Vargas, además del ensayo literario de Ivette López Jiménez (1949) y José Ramón Meléndez, así como el de inquietud social de Yamila Azize (1953) y Ricardo Alegría Pons (1949).
[Nota: El presente artículo está basado, con autorización expresa de la editorial Partenón, en la obra Literatura Puertorriqueña. Su proceso en el tiempo (mencionada en la bibliografía), gracias a cuya colaboración el presente trabajo se ha podido realizar].
Cuando Mayra Montero (1952) publicó su primera novela, La trenza de la hermosa luna (1987), el interés que provocó la evidente originalidad del texto traspasó las fronteras de sus dos patrias: Puerto Rico y Cuba. Centrada en Haití durante el período de la dictadura de Baby doc, hijo del también dictador Papá doc, La trenza de la hermosa luna es una pujante crónica social de la actualidad de aquel momento y una obra de denuncia contra la pobreza que, de manera feroz, azotaba y azota al país caribeño. El interés internacional por la obra de Montero se concretó con la aparición de sus dos siguientes novelas, La última noche que pasé contigo (1991) y Del rojo de su sombra (1992). Mientras que la primera tiene un marcado carácter erótico, la segunda abunda más en los climas cálidos y misteriosos del Haití ligado a la religiosidad y a la práctica del vudú, con lo que este rito tiene de profundo, de violento a veces, y de místico. Este tema de las prácticas rituales mágicas en Haití también estará presente en Tú, la oscuridad (1995), pero en este caso como contrapeso armónico a la realidad científica, la que se da entre un herpetólogo que busca una extraña rana y Thierry, su guía haitiano. Pero el elemento común a toda sus novelas es la presencia muchas veces liberadora de la muerte y la denuncia contra las autoridades haitianas, que campan a sus anchas aplastando cualquier movimiento de protesta amparados en la violencia de los ?escuadrones de la muerte? locales, los llamados ?tontons macoutes?.
Junto a Mayra Montero es necesario nombrar a otro novelista de eco internacional: Luis Rafael Sánchez (1936). Este autor sorprendió a público y crítica con su novela La guaracha del macho Camacho cuando fue editada en 1976. Su peculiar lenguaje, la ironía, el humor y el ritmo vertiginoso de una acción que transcurre en los ambientes más delirantes de San Juan no dejaron indiferente a nadie. Entre las ?víctimas? escogidas por Sánchez para lanzar sus mordaces y literarios exabruptos el lector puede encontrar a la publicidad, a los medios de comunicación, a los políticos y, sobre todo, a la influencia ?mercadotécnica? que los Estados Unidos han impuesto en la isla favoreciendo el consumismo voraz y aniquilando el sentido de la sociedad puertorriqueña en sí misma. Un tema este, el de la peculiaridad puertorriqueña, también tratado en la novela La importancia de llamarse Daniel Santos (1989).
Casi de la misma generación que el anterior, pero con una temática distinta en su obra es Rosario Ferré (1938), en cuyos ensayos literarios ha venido promulgando la literatura feminista únicamente como extensión de la buena literatura y no como un género en sí mismo. Poeta, ensayista y narradora, Ferré escribió su primer cuento en 1970, fundando dos años después la importante revista literaria Zona Carga y Descarga, órgano de la reforma independentista puertorriqueña. En 1976 publica su colección de cuentos Papeles de Pandora. Una año después se edita El medio pollito (1977) y, en 1981, Los cuentos de Juan Bobo y La mona que le pisaron la cola, todos ellos para niños y que fueron reunidos en 1989 en Sonatinas. En 1987 aparece la exitosa Maldito amor, novela corta o cuento largo y, posteriormente, La batalla de las vírgenes (1993), novela, esta vez sí, en la que profundiza en los temas religiosos. Pero es en 1995 y con su primera obra escrita en inglés (The house on the lagoon, La casa de la laguna) cuando Ferré comienza a saborear las mieles del éxito. En 1998 y también en inglés publica Eccentric neighbourhoods (Vecinos excéntricos), unos cuentos autobiográficos que ya habían aparecido en castellano en la revista El nuevo día. Como ensayista, Ferré es autora de Sitio a Eros (1981), de contenido político y social, de El árbol y la sombra (1989), de El coloquio de las perras (1990) y de Las dos Venecias (1990).
Fundadora junto a Rosario Ferré de la revista Zona Carga y Descarga, Olga Nolla se decantó más por la poesía que por la prosa, llegando a publicar seis libros con sus versos: De lo familiar (1972), El sombrero de plata (1976), El ojo de la tormenta (1976), Clave de sol (1977), Dafne en el mes de marzo (1989) y Dulce hombre prohibido (1994). Aún así, Nolla destaca también por ser una buena novelista, tal y como puede verse en sus trabajos La segunda hija (1992) y El castillo de la memoria (1996).
Y en esta lista, desde luego, tampoco podía faltar la novelista Ana Lidia Vega (1946), una de las cuentistas puertorriqueñas más celebradas desde que publicara Pollito Chicken (1978), a la que siguieron Puerto Príncipe abajo (1979), Cuatro selecciones por una peseta (1980) o Encáncara nublado y otros cuentos de naufragios (premio Casa de las Américas, 1982). Irreverente, agresiva, satírica y mordaz, Ana Lidia Vega recurre a técnicas lingüísticas propias de los barrios marginales en los que se desarrollan muchas de sus historias. No es raro que en sus obras el lector encuentre jerga callejera y términos de ?spanglish?. También ha escrito la autora guiones para cine (La gran fiesta), y algunas obras inéditas (Pasión de historias y otras historias de pasión o El machete de Ogún, este último sobre la esclavitud en Puerto Rico).
Y en esta lista, desde luego, tampoco podía faltar la novelista Ana Lidia Vega (1946), una de las cuentistas puertorriqueñas más celebradas desde que publicara Pollito Chicken (1978), a la que siguieron Puerto Príncipe abajo (1979), Cuatro selecciones por una peseta (1980) o Encáncara nublado y otros cuentos de naufragios (premio Casa de las Américas, 1982). Irreverente, agresiva, satírica y mordaz, Ana Lidia Vega recurre a técnicas lingüísticas propias de los barrios marginales en los que se desarrollan muchas de sus historias. No es raro que en sus obras el lector encuentre jerga callejera y términos de ?spanglish?. También ha escrito la autora guiones para cine (La gran fiesta), y algunas obras inéditas (Pasión de historias y otras historias de pasión o El machete de Ogún, este último sobre la esclavitud en Puerto Rico).
Del mismo entorno generacional que Vega es Edgardo Rodríguez Juliá (1946), que se inició en la novela en 1973 con su imaginativa y onírica La renuncia del héroe Baltasar. Perteneciente a la generación del setenta, Rodríguez Juliá, además de novelista, es autor de ensayos como Campeche o los diablejos de la melancolía (1986), título inspirado en un cuadro de José Campeche y en el que ahonda en la historia caribeña como reflejo de una pesadilla. Escribió la novela La noche oscura del niño Avilés (1984), La crónica de la nueva Venecia, Álbum de puertorriqueños (1988), Camino de Yyaloida (1994), Sol de media noche (1995), Cartagena (1997) y Pelotero (1997).
A principios de los años setenta un grupo de escritores puertorriqueños, principalmente poetas y dramaturgos pertenecientes a la comunidad de residentes en Estados Unidos fundaron un original movimiento que pretendía dar voz a inmigrantes procedentes de la isla y mezclar español e inglés en sus obras como reflejo del verdadero idioma que se hablaba en las calles de las ciudades estadounidenses y, en particular, en las de los barrios marginales de Nueva York. El movimiento, denominado ?Nuyorican writers?, contó entre sus propulsores con nombres como los de Miguel Algarín, Pedro Pietri, Miguel Piñero y Lucky Cienfuegos. El uso del ¿spanglish? y la experimentación con literatura bilingüe son las herramientas con las que los ¿Nuyorican? intentaban expresar el sentir de una comunidad latina que se desenvolvía, no sin problemas, en un medio anglosajón.
Tras el estreno de la obra de Piñero Short eyes (1971), en la que el autor transmite con verdadero talento el ambiente de las cárceles neoyorquinas (en las que estuvo confinado varias veces), muchas puertas se abrieron a algunos miembros de ¿Nuyorican?, en particular al propio Piñero y a Algarín, doctorado ya este último en literatura, que fueron contratados para escribir los guiones de series tan populares de la televisión como por entonces eran Kojak y Bareta, primero, y Miami Vice, después. Por su parte, Algarín fundó en 1973 el Nuyorican Poets Café, situado en el 236 East 3rd St. de Nueva York y aún borboteante de actividad poética. Es todavía centro en el que se reúnen narradores y versificadores (puertorriqueños y no puertorriqueños) y del que constantemente salen nuevos valores literarios fruto de los populares concursos de poesía que allí se organizan. Por sus mesas desfilaron autores de la Beat Generation norteamericana como Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti, William Burroughs, Amiri Baraka o Gregory Corso para recitar o escuchar las voces del ¿Loisaida? (como en argot se denomina al barrio de inmigrantes Lower East Side). Precisamente Algarín ganó el American Book Award en 1994 por Aloud: Voices from de Nuyorican Poets Café, un repaso a los muchos años de poesía derramada por las mesas de aquel bar. Otras obras de Algarín son On call (1980), Body Bee Calling from the 21st Century (1981) o Ya es tiempo/Time is now (1985). Lucky Cienfuegos murió tiroteado en 1987 y Piñero, víctima de una cirrosis hepática, en 1988.
Luis López Nieves es uno de los autores más exitosos de la literatura puertorriqueña de finales del siglo XX y principios del XXI, sobre todo a raíz de la publicación de su cuento Seva (2000). Compagina López Nieves su dedicación a la escritura con la enseñanza (es catedrático de literatura) y la redacción de guiones, algunos de ellos de éxito en Puerto Rico, además de colaborar en diarios de la isla (Momento, Claridad y El Mundo) y en la televisión. En 1987 publicó Escribir para Rafa y Te traigo un cuento, ambos volúmenes de relatos. En 2000 también publicó otro libro de cuentos históricos titulado La verdadera muerte de Juan Ponce de León. La felicidad excesiva de Alejandro Príncipe (2001) es su última aportación literaria, una novela que fue presentada por el autor como tesis doctoral (1980) en la universidad en la que cursó estudios en el Estado de Nueva York (Estados Unidos). Ha participado también en numerosas antologías como El muro y la intemperie: El nuevo cuento latinoamericano (1989), Cuentos para ahuyentar el turismo (1991), la publicada en Alemania Die horen (1997) o Los nuevos caníbales: Antología de la más reciente cuentística del Caribe hispano (2000). En 2001 tenía previsto la publicación de su novela El retorno de la emperatriz y del volumen de cuentos Últimas palabras.
Merece ser nombrado en esta lista de últimos Arturo Echeverría, que se adentró en la novela en 1994 cuando publicó la obra de acción Como el aire de abril, tras haber desarrollado durante años trabajos de crítica literaria. En Como el aire en abril el autor esboza un ?thriller? en el que se aborda la búsqueda de un profesor universitario desaparecido.
Mayra Santos Febres (1966) pertenece a la más reciente generación de creadores literarios puertorriqueños. Poeta, narradora y ensayista, Santos es autora de dos volúmenes de versos (El orden escapado y Anamú y Manigua), de dos libros de cuentos (Pez de vidrio y El cuerpo correcto, de 1995 y 1998 respectivamente y reunidos ambos bajo el título de Urban Oracles, en 2000) y de la novela Sirena Selena vestida de pena (2000), historia de un joven ?gay? adoptado por el travesti Martha Divine, que le anima a su conversión en artístico ?performer?. Artículos suyos han sido publicados en medios impresos de Cuba, Argentina, Francia, Estados Unidos, México y Brasil. Ganó el primer premio de cuentos Letras de Oro en 1994 y el Radio Sarandí del Certamen Internacional de Cuento Juan Rulfo en 1996. Pertenece también a esa generación de creadores literarios que tienen en Internet el soporte de difusión para sus obras.
Y nuevo valor de las letras boricuas es Ángel Lozada (1968), autor de la novela La Patografía y residente en Nueva York. Los cuentos Brevísimas violencias, de Mayra Santos y Las siete palabras, de Ángel Lozada fueron incluidos como representativos de Puerto Rico en la antología española de literatura latinoamericana Líneas Aéreas, publicada en 1999 por Lengua de Trapo.
Muchas veces como vehículo de rebelión contra los canales clásicos de difusión, otras como experimentación alternativa y global de comunicación, y otras más como sistema de manifestación de la singularidad cultural de Puerto Rico, la red tejida por la araña de Internet está atrapando a muchos autores literarios de la isla, más teniendo en cuenta que este país es, de los latinoamericanos y caribeños, el que mayor número de usuarios registra en los estudios de mercado internacionales. Muchos artistas puertorriqueños, tanto da que sean residentes en la isla o no, tienen páginas web propias o pertenecen a círculos desde los que se puede acceder mediante enlaces a esas páginas, generalmente más dotadas de contenido que de continente. Desde la www.proyectosalonhogar.com se puede, por ejemplo, tener acceso a innumerables trabajos relacionados a su historia y cultura. Hay que tener en cuenta que estas páginas sirven de vehículo para la afirmación de corrientes como en su momento sirvieron las páginas de revistas, muchas veces clandestinas y mayoritariamente de vida breve, que dieron a conocer a los creadores de las nuevas tendencias literarias en la segunda mitad del siglo XIX y la totalidad del XX. En esa labor están algunas publicaciones cibernéticas como El cuaderno Quenepón, de contenido irreverente y al que tienen acceso temáticas controvertidas o autores estigmatizados, o El fémur de tu padre (revista de literatura presentada como ¿virus? cultural). Temas no por políticos más trascendentes son los que se tratan en Consenso Nacional puertorriqueño, en la que numerosos ensayistas, unos que ensayan y otros que ejercen, presentan sus propuestas para la creación de un estado puertorriqueño ajeno a cualquier tipo de afinidad económica o cultural tanto de poso colonial como de residuo asociativo. Pero en general, las páginas culturales puertorriqueñas, predominantemente ajenas a los círculos de poder, se presentan como proyectos alternativos de un modelo social o como desafíos a los canales gubernamentales o seudogubernamentales de difusión de la cultura.
En el campo de la poesía tiene su sitio Carlos Roberto Gómez Beras (1959), un versificador claramente influido por Neruda, aunque su voz mantenga la independencia del artista de talento. Su obra más aconsejable es La paloma de la plusvalía y otros poemas para empedernidos (1995), un conjunto de textos en el que la mujer, la evocación y el entorno urbano son elementos que el poeta maneja con donaire para alcanzar equilibrios líricos.
O Edgardo Nieves Mieles, perteneciente a la ¿generación del 80? y autor rebelde con la sociedad de la información, que en su Ramalazo de semen en la mejilla ortodoxa (1987), demuestra ser poseedor de un talento especial para la creación lingüística en planos eclécticos que funden la actualidad de las situaciones de su entorno con estilos propios del clasicismo o de las vanguardias. El humor (para el que la musa le ha iluminado con la mejor de las capacidades irónicas del Caribe), el erotismo y la música, y no necesariamente juntos ni en ese orden, conforman buena parte de sus recursos líricos. Es también autor de una novela, Hasta que se congele el infierno y de un volumen de relatos llamado Los mejores placeres suelen ser verdes.
Vía de difusión de la ¿generación de los 80? ha sido la revista Filo de Juego, que a pesar de lo parvo de su existencia (1984-1987) ofreció voces de poetas puertorriqueños que han llegado a afianzarse en los años 90 como agudos versificadores. Es el caso de Rafael Acevedo, estudioso del bolero, son del que se nutren muchas de sus composiciones, Israel Ruiz Cumba, poeta de lo cotidiano, o Juan Quintero Herencia, en el que el ritmo musical se acerca también a los sonidos caribeños, pero en este caso a la salsa. Y aunque alejado de los anteriores por la entonación de sus rimas es necesario mencionar a Andrés Castro Ríos, autor de un volumen titulado La noche y la poesía tienen algo que decir (1998), en el que el autor se adentra en los vericuetos de la sociedad actual para mostrar su repulsa hacia situaciones en las que la injusticia y el desprecio son protagonistas.
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