miércoles, 31 de agosto de 2011

DEBER DE CULTURA EN LOS ESTUDIANTES


Carlos Vaz Ferreira

El primer punto de que se ocuparía nuestro libro, sería el deber de cultura en los estudiantes. Y aquí habría muchos puntos que tratar: señalaré dos o tres de los más Importantes.

El deber de cultura en los estudiantes se obscurece y se complica, sobre todo, por la acción fatal, forzosa, que ejercen sobre la manera de estudiar, y sobre las mismas mentes juveniles, ciertos procedimientos de fiscalización de que el Estado, al organizar la enseñanza, no puede prescindir.

Esos procedimientos, sean exámenes propiamente dichos, o realícense en cualquier otra forma de las usuales tienden, unos en mayor, otros en menor grado, a producir un efecto estrechante, y hasta, desde cierto punto de vista, y por paradojal que esto les parezca por el momento, también inmoral.

Espacialísimamente los exámenes comunes, producen un doble mal, de orden intelectual y de orden moral. En lo intelectual, producen una psicología peculiar; describirla, será describir a ustedes lo que todos conocen (pero lo que, tal vez por conocerlo demasiado, por tenerlo demasiado cerca, por tenerlo adentro, no hayan podido quizá observar bien).

Una observación muy vulgar, que yo he hecho desde estudiante, es la siguiente: ¿Se han fijado ustedes en la terminología de que habitualmente se sirve el estudiante para hablar de las asignaturas que cursa? Mi observación es que esos términos parecen querer significar invariablemente, algo que va de adentro afuera; son, se me ocurre decir, todos términos centrífugos, nunca centrípetos. Un estudiante pregunta a otro: ¿Qué das este año? o ¿qué “sueltas”? o ¿qué “largas” este año?...; todos los términos son análogos. Las palabras que emplean, nunca se refieren a algo que entre; se refieren invariablemente a algo que sale.

Esa terminología se relaciona con un hecho de alcance muy importante, psicológica y pedagógicamente: con la inmensa diferencia que existe entre estudiar para saber y estudiar para mostrar que se sabe.

Se trata de dos cosas completamente diferentes en cualquier momento de la enseñanza; el que estudia en la segunda forma, está obsesionado con la idea de que, ese saber, que en ese momento absorbe, ha de echarlo afuera; de que tiene que mostrarlo, que exhibirlo, que probarlo. Como consecuencia, la preocupación de recordar, predomina, en mayor o menor grado, sobre la preocupación de entender. Se producen entonces una artificialización y una superficialización de la cultura.

Pero el mal no es solamente de ese orden: he dicho también que esos procedimientos de fiscalización (y no entro ahora a discutir si son o no una necesidad, si pueden o no ser suplidos, cuestión que aquí no trato) tienden hasta a crear una moral especial; son como la guerra: el estado de guerra tiene su moral propia; el homicidio, el engaño, otros muchos actos que en la moral propiamente dicha, son reprobables, en la guerra pasan a ser disculpables y hasta laudables; del mismo modo y conservando los grados, los exámenes tienen también una moral especial; y, dicho sea de paso, ni quiero yo condenar demasiado a los que la aplican: lo que debemos constatar es simplemente que se trata de algo a tener en cuenta.

Se exige a la memoria un esfuerzo antinatural; los programas crecen indefinidamente, y se multiplican las materias a programar; y el espíritu se defiende; sencillamente, se defiende: se crea hábitos y facilidades especiales, prácticas útiles de defensa, y no hay derecho a condenar eso con demasiada severidad. Creo que no habrá uno solo de nosotros que, juzgándose con un criterio moral un poco delicado, no tenga algo que reprocharse, por lo menos en el sentido de haberse procurado sobre un punto cualquiera, o sobre muchos, una erudición un poco ficticia destinada a simular el saber ante una mesa examinadora, o de haberse preocupado más, por ejemplo, de las cuestiones que pregunta habitualmente tal o cual examinador, que de las cuestiones importantes; o simplemente haber estudiado sólo las cuestiones que están en el programa de examen, aunque no tengan tanto valor, en perjuicio de otras cuestiones que, no estando incluidas en el programa, tienen un valor inmenso. ¿Quién no ha hecho algo de eso, y hasta cosas moralmente menos disculpables? Recuerdo (aquí empezarían los casos concretos, pero, como he dicho, tengo que suprimirlos), recuerdo, sin embargo, que, cuando yo era estudiante, existía un programa de literatura, formidable, que nos exigía realmente un esfuerzo mayor que el que puede pedirse a una memoria normal. Perdidos en el programa, pero... preguntables, figuraban una inmensa cantidad de autores imposibles, escritores de quinto orden, turcos, griegos, modernos, etc., y de todos los países de América. . . Y bien: recuerdo que los estudiantes se habían preparado una lista de obras posibles de esos autores; por ejemplo, consideraban más o menos natural que un poeta del Sur de América hubiera hecho una oda a los Andes, a la batalla de Ayacucho o a San Martín; que otro poeta del Norte hubiera cantado al Amazonas o a Bolívar; el programa era enorme, y la psicología de la clase correspondía a la que se expresa con el adagio vulgar: “en la guerra como en la guerra”...

Pues bien: como consecuencia de esta Situación especial, nace para el estudiante todo un deber; y, al procurar aclararlo para ustedes, no voy a hacerlo con un criterio excesivamente teórico; no les voy a exigir lo imposible; no les voy a decir, por ejemplo: “Prescindan ustedes en absoluto del programa, de los gustos o de las preferencias de los examinadores; estudien lo que deban estudiar, sea cual sea la nota que se expongan a obtener, sean aprobados o reprobados”. Yo no llegaré hasta ahí: no estoy tan lejos de la realidad. Pero quiero aconsejarles como el primer deber del estudiante, desde el punto de vista de la moral de la cultura, una conciliación entre las necesidades del examen y el deber de cultura en un sentido mucho más amplio y elevado.

He aquí, justamente, algunos deberes de los que no son difíciles porque falten las fuerzas; éstos, lo son sólo porque el estudiante, generalmente, no los ve, o viene a comprenderlos cuando es tarde ya. Generalmente, el estudiante no se da cuenta de que se ha formado una psicología inferior y no completamente moral. Lo que hay que hacer, es crearse otro estado de espíritu, llenar los programas, cumplir con los exámenes, asegurarse la aprobación; pero (y éste es el deber fundamental) no creer jamás que cuando se ha hecho eso, se ha cumplido, ni desde el punto de vista intelectual, ni desde el punto de vista moral.

El deber que voy a recomendarles pertenece a la clase de los deberes no sólo fáciles, sino agradables. La vida del estudiante es infinitamente más grata para el que, además de preocuparse de estudiar en superficie, se preocupa de estudiar también en profundidad.

Entendámonos: no se puede estudiar todo en profundidad: dentro de las exigencias de la enseñanza actual, profundizarlo todo es imposible; pero, además de abarcar una superficie vasta, se puede ahondar aquí y allá; y éste es el primer consejo.
Todo estudiante, ya en su bachillerato, en los estudios preparatorios, debe profundizar algunos temas; poco importa cuáles: esto realmente es secundario; que se tome un punto de historia o de literatura o de filosofía o de ciencia; que se estudie a Artigas, o el silogismo, o las costumbres de los diversos pueblos, o la teoría atómica o la constitución física del Sol, es secundario: lo fundamental, son los hábitos que se adquieren profundizando un punto cualquiera.
Recuerdo haber leído hace poco una anécdota sumamente sugestiva, acerca de un profesor de biología norteamericano que fue a perfeccionar sus estudios en Alemania. Tratábase de un profesor de vuelo, hasta autor de más de una obra. Ingresó en el laboratorio de un reputado investigador, y pidió trabajo; contestóle éste que esperara algunos días, pues deseaba preparar una tarea para él. Transcurrido el plazo, nuestro profesor fue notificado de que debía emprender determinadas investigaciones sobre cierto pequeñísimo músculo de la rana. La impresión del profesor americano fue la que ustedes pueden imaginarse: de rebelión, al principio; pero se resolvió, dada la situación en que se encontraba, a iniciar aquel estudio que, por lo demás, creyó terminar muy brevemente.

Después de algunos días de investigaciones, empezó a parecerle que sus conocimientos fisiológicos e histológicos tenían algunos claros: procuró llenarlos; se encontró con que su técnica experimental era un poco deficiente: procuró perfeccionarla; los aparatos existentes no satisfacían todas las necesidades de sus investigaciones: procuró inventar otros o mejorar los conocidos; el hecho es que, después de varios meses, el estudio de aquel músculo de la rana se había agrandado tanto, que necesitó nuestro profesor estudiar de nuevo su fisiología, su histología, su física, su química y alguna ciencia más; y pasado un año, estaba aún entregado de lleno a la tal investigación — que ahora, por lo demás, le interesaba extraordinariamente.
En realidad, todas las cuestiones —salvo algunas demasiado pueriles— se ponen en ese estado cuando se las ahonda.

Mi primer consejo, pues, mi primer consejo práctico, sería el de que cada estudiante (sin necesidad naturalmente de ir todavía tan a fondo), por lo menos, ya en el curso de su bachillerato, eligiera algunas cuestiones —algunas pocas, simplemente y sin presunción— y procurara ahondarlas. Como les digo, el tema, el asunto, es punto bastante secundario: depende de las preferencias de cada uno: lo que importa es la educación del espíritu en todo sentido, intelectual y moral, que así se adquiere.
El segundo consejo, que se relaciona también con aquel estrechamiento de la mente que producen los exámenes, y con la manera de combatirlo, se refiere a la elección de las lecturas.

En un estudio pedagógico que no puedo resumirles aquí (1), he procurado demostrar que la pedagogía puede considerarse como polarizada por dos grandes ideas directrices, que yo he llamado idea directriz del escalonamiento e idea directriz de la penetración. El significado de estos términos es el siguiente: Para enseñar, puede procurarse ir presentando a la mente del que aprende, materia preparada especialmente para ser estudiada, cuya dificultad, cuya intensidad, se iría acreciendo poco a poco, a medida que la fuerza asimilativa del espíritu crece también. Tal es el primer procedimiento. El segundo, consiste en presentar al espíritu no materia que haya sufrido una preparación pedagógica especial, sino materia natural, que el espíritu penetra como puede, sin más restricción que la de que no sea totalmente inasimilable.
Por ejemplo: si yo quiero formar el oído musical de un niño, puedo componer cantos escolares, sumamente sencillos, y presentárselos: un año después, le presentará cantos escolares algo menos fáciles; al año siguiente intensificaré un poco más, y así sucesivamente; o bien puedo tomar música, verdadera música, con la simple precaución de que no sea completamente incomprensible, presentarla al espíritu, y dejar a éste, diremos, que se arregle.

A primera vista, parece que el primer procedimiento es el único razonable y sensato, y que el segundo es absurdo.
(1) Dos ideas directrices pedagógicas, y su valor respectivo.
Sin embargo, si observamos mejor los hechos, por una parte, y si, por otra parte, razonamos bien, nos encontramos con que dista mucho de ser así, y que el mejor procedimiento es, no el segundo, es cierto, pero no el primero tampoco, exclusivamente, sino la combinación de los dos.

Empecemos por la primera enseñanza que recibe el niño. ¿Cómo aprende a hablar? ¿Acaso vamos nosotros presentándole una a una las palabras? ¿Acaso se las presentamos en orden de dificultad creciente? No es así, salvo con algunas pocas palabras excepcionales. El niño aprende a hablar oyendo hablar y entendiendo lo que puede. Alguien ha dicho que aprende el sentido de las palabras por “insuflación”; efectivamente, el niño oye hablar y va poniendo poco a poco sentido a lo que oye. Más adelante, se observa algo análogo: las lecturas que aprovechan, por ejemplo, no son única y exclusivamente las de obras preparadas especialmente para niños. Repasen ustedes la historia de su infancia. ¿Eran, acaso, los libros de cuentos para niños, los únicos que les interesaban? ¿Alguna vez no cayó en su poder una novela, no escrita para niños sino para hombres, que ustedes no entendían totalmente, de la cual les escapaba una buena parte, y que, sin embargo, les interesaba, tal vez, más que sus cuentos infantiles? ¿Quién no olvidó por “Los Tres Mosqueteros”, o por algún drama de V. Hugo, sus “Simples lecturas” de cualquier cosa, o sus “Cuentos Morales”?
Y es que sucede con el espíritu lo mismo que con el cuerpo. Parece que del mismo modo que es preciso para la salud del organismo que la comida que ingerimos tenga una parte inasimilable, también, espiritualmente, la demasiada facilidad para asimilar, el hecho de que todo esté preparado, de que todo sea digestible, debilita, o por lo menos, no fortifica bastante la mente.

Pues bien: la enseñanza exclusiva por obras preparadas especialmente para el fin didáctico —trátese de la niñez, trátese de la juventud— constituye un régimen incompleto y debilitante, tan incompleto y debilitante como el que, en lo fisiológico, podría constituir el de alimentar a una persona exclusivamente con peptonas y subsistencias preparadas de manera que fueran totalmente digestibles.

Lo parcialmente inteligible, es un fermento intelectual de primer orden, del cual no se puede prescindir. Entretanto, el estudiante, mientras sólo se preocupe de cumplir con las exigencias de sus programas, de sus lecciones y de sus exámenes, está reducido a la asimilación de materia peptonizada; quiero decir esto: que, al estudiante, como tal, no se le exige más lectura que la de textos. Llamaremos textos a los libros hechos expresamente para enseñar, esto es, para ser asimilados por mentes infantiles o juveniles; y diremos que los libros se dividen en dos clases: los textos, y los libros propiamente dichos, —llamando libros propiamente dichos, a los que no han sido hechos con fin didáctico.

Un segundo deber del estudiante es, pues, no limitar sus lecturas al círculo de los textos, sino leer algunos libros, en el sentido especial que estamos dando a esta palabra.

Hago notar, de paso, que esta necesidad se hace cada vez mayor. Efectivamente, la materia que se enseña tiende a crecer indefinidamente. No entro a averiguar si este hecho es fatal, si puede evitarse, si debe evitarse; es sencillamente un hecho: lo constato. Pues bien; a medida que la enseñanza crece en superficie, tiene forzosamente que tender a decrecer en profundidad (1), puesto que las capacidades humanas no son indefinidas. En el tiempo en que, tratándose, por ejemplo, del bachillerato, las materias forzosas eran solamente ocho o diez, los estudiantes podían profundizar mejor que ahora en la misma enseñanza de clase. De modo que cada vez se siente más la necesidad de completar esa materia preparada de las clases, yendo a ponerse en contacto con los grandes espíritus.

Inspirado por estas ideas, presenté hace algún tiempo en el Consejo Universitario un proyecto cuya aplicación juzgo que hubiera sido de excelentes resultados. Propuse que la Universidad adquiriera una gran cantidad de ejemplares de una lista de obras, y que esos libros fueran prestados a los estudiantes anualmente. Había yo formado una lista de cinco libros para cada año de bachillerato, libros de distinta índole y de distinta profundidad, según el año de que se tratara. La Universidad los prestaba oficialmente a cada estudiante, y la enseñanza así concebida y practicada, comprendía, pues, dos partes: la enseñanza por textos, y la lectura en libros.

Ese proyecto fue sancionado, y hasta creo que está teóricamente vigente, pero no pude conseguir nunca que se aplicara; en cambio, puedo dar a ustedes un consejo substitutivo;
(1) Aquí hay complicaciones: esa aserción simplista es falsa en parte; pero, al tender a un límite extremo, se va acercando a la verdad y, si lo siguieran, lo que no les sería penoso en manera alguna, mis explicaciones, sin perjuicio de las consecuencias remotas que pueden tener, y que no pueden preverse ni medirse, habrían producido, por lo menos, una consecuencia práctica e inmediata, que, para mí, sería de un valor inapreciable.
La dificultad que puede presentar para el estudiante la lectura de libros, depende de que son, a veces, caros.

Mi consejo práctico, entonces, sería simplemente el siguiente: todos ustedes, o algunos, veinte o treinta, ahora mismo —entiendan bien: hoy!— formarían una sociedad ad hoc, destinada a adquirir treinta obras que les voy a indicar en seguida. Cada uno contribuiría con el precio de un libro, y se formaría una biblioteca: la Biblioteca de la Clase de 2° año de Filosofía del año 1908. Los libros pasarían de mano en mano, y ustedes podrían perfectamente, en un par de años, con todo reposo, sin apuro de ninguna clase, leérselos todos.

En cuanto a la lista, guárdense de creer que responde a cierto fin (que se han propuesto algunos autores, siguiendo, creo, a Sir John Lubbock) de enumerar las cuarenta, las cincuenta o las cien mejores obras del mundo. Es ese, por mil razones, un propósito casi absurdo, tan imposible, que conduce aun a las personas más cultas a dar respuestas ingenuas y hasta completamente ininteligentes. No se trata en manera alguna de eso. Se trata de una lista un poco especial, dada por un profesor de Filosofía a alumnos de Filosofía, aunque no tampoco con un criterio demasiado especialista; con exclusión, en general, de las obras puramente literarias (1), y teniendo más en cuenta, a veces, el valor educativo de la obra, y otras veces, al contrario, su valor instructivo —su valor como fermento, y hasta lo que pueda despertar por la contradicción o por una reacción cualquiera—; lista que, por lo demás, se podría mejorar considerablemente si yo meditara unos cuantos días; pero conviene, en estos países, hacer las cosas no del todo bien a condición de hacerlas. (2) Supongamos, entonces, que treinta de ustedes se reúnen y adquieren la siguiente biblioteca, formada de treinta obras: (3)
Guyau: “La irreligión del porvenir” — “El arte desde el punto de vista sociológico” — “La moral inglesa contemporánea” — “Los problemas de la estética contemporánea” — “Esbozo de una moral sin obligación ni sanción” — “La educación y la herencia”.
Fouillée: “Historia de la Filosofía” — “La reforma de la enseñanza por la Filosofía” — “La Moral”.
Höffding: “La moral” — “Historia de la Filosofía moderna” — “Los filósofos contemporáneos”.
William James: “Principios de psicología” — “La experiencia religiosa”.

(1) Porque el programa de Literatura hace obligatoria su lectura.
(2) “Las cosas hay que hacerlas; hacerlas mal, pero hacerlas”. (Sarmiento) (Para ciertos casos, eso es verdadero y bueno; para otros, es... horrible)
(3) Ver, en mis, posteriores “Lecciones sobre Pedagogía y Cuestiones de Enseñanza” (Vol. III), comentarios y explicaciones sobre esa lista, y alguna corrección a ella.
Valéry Radot: “Vida de Pasteur”.
Stuart Mill: “Estudios sobre la religión” — “Lógica”.
Bergson: “La evolución creadora”.
Paul de Saint Víctor: “Hombres y Dioses”.
Anatole France: “El jardín de Epicuro” — “La Crítica Literaria”.
“Los Evangelios”.
Piccard: “La ciencia moderna y su estado actual”.
Payot: “Educación de la voluntad”.
Montaigne: “Ensayos”.
Groussac: “Del Plata al Niágara”.
Nietzsche: “La Gaya Ciencia” (con algunas de las otras obras escritas en forma de aforismos).
Renán: “Vida de Jesús”.
Rodó: “Ariel”.
Diderol: “Obras escogidas”.

Treinta obras más o menos buenas: ya les he dicho que sería absurdo procurar hacer una lista de las treinta o de las cien mejores; pero son más o menos, éstas, obras fermentales.

Se reúnen, pues, ustedes, inmediatamente, las adquieren, y en uno o dos años puede cada estudiante haberlas leído.
Podrían, quizá, en la lectura, prescindir de alguna obra que fuera demasiado especial, esto es, de algunas de las que se refieren especialmente a nuestra asignatura. Naturalmente, no a todos ustedes interesaría en grado igual la Filosofía. Aquellos a quienes interese poco, podrían, por ejemplo, leer una sola “Historia de la Filosofía”, y no dos —en este caso, deberían elegir la de Höffding—; leer un solo tratado de Psicología, por ejemplo: el de William James; leer una sola obra sobre lógica —siempre será excelente la de Stuart Mill—; pero todos deberían leer las otras, esto es, las que tienen un carácter más general, las que versan sobre religión, las generales sobre ciencia, etc.
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Otro consejo práctico, esencialmente práctico también, y que se relaciona con la moral de la cultura en los estudiantes, sería el de formarse —empezando ya, también, inmediatamente, desde mañana mismo—, un hábito, que sería el más indispensable a los intelectuales de los países sudamericanos, y cuya adquisición sólida, aunque fuera por algunos de ellos solamente, creo que modificaría de una manera radical, las manifestaciones de nuestra cultura. Me refiero al hábito de dedicar una parte de nuestro tiempo, aunque sea una hora o una media hora diaria, a algo —sea lo que sea— en el orden intelectual, que no se refiera a nuestros fines prácticos inmediatos. Quiero decir, que un estudiante sudamericano, como un abogado o un médico sudamericano cualquiera, en estos países en que apenas existe la alta cultura, necesita indispensablemente, como deber intelectual, dedicar aunque sea esa media hora diaria, a algo que no sean los exámenes que tiene que rendir, los pleitos que tiene que defender, etc.: a algo que no sea su vida profesional inmediatamente utilitaria.
Ese hábito, lo necesitarán ustedes más adelante; pero ya tal vez no podrían adquirirlo. No sé cuántos habrá que lo tengan en estos países; pero los que lo posean, son la  excepción. Entretanto, si nuestros hombres de inteligencia lo hubieran adquirido; si lo hubieran hecho carne, si él estuviera en su espíritu y en su cuerpo como una necesidad fisiológica, las manifestaciones de la cultura sudamericana serían bastante diferentes, como procuraré demostrarlo en estas mismas lecciones. Lo que nos falta no es inteligencia, ni aun capacidad de trabajo, sino algo diferente, que no se puede adquirir sino sobre la base de hábitos semejantes al que preconizo.
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Los anteriores consejos sobre moral y práctica de la cultura durante la vida estudiantil, conducen, o conducirían si fueran aplicados algún día, a modificar más o menos nuestro medio desde el mismo punto de vista de la cultura.

Una descripción tal como yo no puedo hacerla aquí, eso es, con ejemplos (imposibles, por las razones que ya les expuse), daría una impresión de la mayor tristeza. Ante todo, ¿han observado ustedes lo que ocurre con nuestros jóvenes que van a cursar estudios a Europa y vuelven después? El fenómeno es curiosísimo y tan patente que tiene que haber preocupado a todos.

En el medio europeo, nuestros estudiantes se distinguen, o desempeñan por lo menos, un papel honorable; y no me refiero solamente a los dotados de una capacidad intelectual extraordinaria, no: lo verdaderamente digno de atención, es que aun muchos de los que entre nosotros son mediocres, son distinguidos allá.
Vuelven, esos estudiantes, con su carrera hecha. Se les ve chispear, diremos, durante algún tiempo. Después se apagan. Entendámonos sobre lo que quiero significar cuando digo que se apagan: profesionalmente, serán distinguidísimos; pero nada más que profesionalmente.

Hay una gran cantidad de jóvenes sudamericanos que aun en la edad en que su cultura tiene que ser forzosamente deficiente, han realizado en Europa trabajos originales; originales en mayor o menor grado, modestos si se quiere, pero trabajos, en todo caso, que representan un esfuerzo propio y la voluntad de hacer obra personal.
Cuando regresan, algunos de ellos, durante algún tiempo, un año, dos o tres años, siguen todavía aspirando a alguna observación propia, a algún descubrimiento; pero, casi siempre, acaban por quedar reducidos de hecho puramente a la actividad profesional. El médico seguirá siendo un médico distinguidísimo tal vez; pero no será más que médico profesional: sólo por excepción, por rarísima excepción, procurará hacer observaciones, ver algo por su cuenta, descubrir algún síntoma, algún tratamiento; lo que en Europa intentó con menos cultura, con menos conocimientos, aquí no lo intenta ya. Y esto es aplicable a todas las otras profesiones. (1)
La causa es tan evidente como triste: deficiencias de (1) Nuestro estado mejora. Se marcan más esfuerzos y éxitos, en el sentido de la personalización científica y de la investigación original. Y me alegra ver que, en mi país, da ejemplo la generación que recibió directamente estas enseñanzas. (Nota de 1919)

¡Todo falta aquí! Falta, en primera línea, el estímulo; la producción de una obra original, la publicación de un trabajo que represente esfuerzo, dedicación, que sea el resultado de la profundización de un asunto, no agita más nuestro medio que una manifestación cualquiera de cultura puramente trivial, un trabajo sin originalidad ninguna o un simple resumen de ideas extranjeras. ¡Y aun si lo agitara tanto!... En realidad, lo que hay aquí para el productor intelectual, para el que con más o menos celo emprende el trabajo personal, no es siquiera hostilidad —digo siquiera, porque la hostilidad puede ser todavía una forma de estímulo, y, a veces, no de las más ineficaces—: es, simplemente, la indiferencia absoluta. Un libro cae en este país como una piedra en el agua: un minuto después, se ha hundido; toda huella se borra. Por otra parte, no se dispone ni de libros, ni de útiles, ni de cuanto es necesario a la labor. Es difícil encontrar obras originales; el que las necesite, debe procurárselas personalmente, lo cual muy a menudo es imposible. El utillage de nuestros laboratorios, es de orden más bien pedagógico, destinado a la enseñanza, o simplemente de museo; poco apropiado a la investigación personal.

Por lo demás, faltan también tiempo y concentración, debido a que cada uno de nosotros, o por hábito o por necesidad, reparte su actividad en una cantidad inmensa de direcciones, y se dispersa. A tal punto estamos connaturalizados con esto, que a nadie llama la atención el hecho de que los profesores de la Universidad estén colocados en una situación tal, que no puedan, en ningún caso, hacer una profesión de su carrera, y que deban, salvo el caso de contar con medios de fortuna, tomar la cátedra únicamente como un incidente de su vida.
Debido a estas condiciones, falta, entre el productor y el medio, esa ósmosis continua que asegura la madurez y la calidad cumplida de la producción. El productor en nuestros medios podría compararse a un árbol trasplantado a un clima ingrato, cuyos frutos no llegarán nunca a la madurez plena; cuanto más, podrán mostrar la buena calidad del árbol.
Así, toda investigación original y propia, en esos medios, es una forma de heroísmo. Creo que el que llega a producir aquí, en cualquier orden de actividad original, algo simplemente mediano, vale más intelectualmente, y muchísimo más moralmente, desde el punto de vista de la voluntad, sobre todo, que un notable productor europeo.
Pero, hechas todas estas constataciones, que son tristemente ciertísimas, me será permitido hacer notar a ustedes que, a mi juicio, aun descontado el efecto de tantas y tan lamentables causas, no hacemos aquí cuanto podríamos y cuanto debiéramos; y justamente a la modificación de tal estado de cosas, que tiene su parte de costumbre si tiene su parte de fatalidad, tienden estas lecciones sobre la moral de la cultura.
No hay que exagerar, en efecto, ni sugestionarse. Es cierto, por ejemplo, que los medios materiales de producción faltan aquí, o poco menos; pero tampoco conviene acostumbrarse a encontrar en ello una disculpa sin reservas. Inmensa cantidad de los grandes descubrimientos, se han hecho en condiciones materiales pobrísimas; en el orden científico, por ejemplo, hay grandes experimentadores, que han revolucionado la ciencia, a quienes faltaba todo o casi todo, y que han debido suplir con su ingeniosidad esas deficiencias materiales. Los grandes experimentadores franceses que, en una época científica memorable, renovaron casi todas las ciencias experimentales, se encontraban justamente en esas condiciones. Pasteur, en un célebre artículo titulado “El presupuesto de la ciencia”, describió las condiciones en que trabajaron aquellos grandes maestros: Claudio Bernard, por ejemplo, en una especie de cueva, en un hueco de escalera cubierto de nitro, sacrificando allí su salud; sin aparatos, salvo unos cuantos imperfectísimos, que desdeñaría hoy un estudiante de Fisiología, y creando, sin embargo, una ciencia nueva, pues tal es la fisiología moderna después de sus descubrimientos. Más: es casi la regla que los grandes descubridores no hayan dispuesto de aparatos muy complicados o muy caros: más bien los de esa naturaleza se adaptan a las demostraciones, a la explicación pedagógica, o, sobre todo, a las comprobaciones; los aparatos de descubrimientos, son muy a menudo sencillos.
Con respecto a los libros, muchas veces ha pasado algo análogo; naturalmente sería absurdo disminuir el valor de las lecturas; pero eso no quiere decir que sea imposible, ni siquiera difícil en muchos casos, llevar a término trabajos de verdadera originalidad, en condiciones como las nuestras.
En realidad, lo principal que falta entre nosotros —y he aquí el punto importantísimo sobre el cual quiero insistir fundamentalmente en estas lecciones—, no es de orden material.

Un médico sudamericano puede tener tantos enfermos o más enfermos que un médico europeo. Un médico sudamericano, sin embargo, no descubre —no hablo de las excepciones, que son rarísimas— el tratamiento de una enfermedad, ni un síntoma nuevo, ni una nueva manera de hacer una operación. ¿Por qué? ¿Le faltan los elementos materiales?... No. ¿Le faltan los conocimientos?... Tampoco. ¿Le falta la inteligencia?... Tampoco, todavía.
Un físico sudamericano podrá haber tenido en la mano tantas veces un tubo de Croockes, como un físico alemán, podrá saber tanto como un físico alemán, y creo que tiene bastantes probabilidades de ser más inteligente: pero ninguna de descubrir los rayos Roëntgen.
¿Qué les falta a ese físico nuestro o a ese médico nuestro?... Es algo de orden psicológico; es simplemente el sentimiento de que podría descubrir algo, y el deseo y la voluntad de buscarlo: sólo eso.
Yo creo que el promedio intelectual de nuestros profesores, no es inferior al de un país europeo; y hasta los conocimientos a veces no son inferiores tampoco. Lo que nos afecta es un estado de espíritu especial, que en parte depende del hábito, en parte dependerá, si ustedes quieren, de modestia; pero, sobre todo, depende de una especie de sugestión inconsciente de nuestra incapacidad: estamos en un estado de espíritu en que no procuramos ni ver ni hablar por nuestra cuenta: estamos pasivos, estamos receptivos. Un médico aplica un tratamiento reputado bueno; lo aplica diez, veinte años. Algún día llega una revista europea en la que se explica que aquel tratamiento era malo, que lo era por tal o cual razón, y nuestro médico dice: “Es cierto; yo había visto esto”. (¡Cuántas veces ocurre el hecho!) “Yo había visto esto”... Y lo había visto, como el médico europeo; quizá lo había visto antes; pero en otro estado de espíritu; lo había visto pasivamente. No había creído nunca que él tuviera la capacidad, y el deber, de hacer uso personal de sus observaciones; ni que él fuera capaz de modificar una cosa recibida.

De igual manera el físico uruguayo, el químico uruguayo (debo decir, en realidad, sudamericano), que maneja los aparatos o las substancias de su laboratorio, los maneja habitualmente en ese estado de espíritu pasivo; los maneja con la sugestión anticipada, tan intensa que ni siquiera se le ocurre otra cosa, de que su única misión es constatar con esos aparatos lo que otros han observado, y enseñarlo, nada más.
Tanto desde el punto de vista intelectual como desde todos los otros, seríamos capaces, no, naturalmente, de hacer innovaciones o descubrimientos en la misma proporción que los experimentadores o investigadores europeos (pues todas aquellas razones o factores desfavorables que enumeré, existen, y producen su funesto efecto); pero, por lo menos —tengo esa convicción íntima, bien cierta—, seríamos capaces de hacer muchísimo más de lo que hacemos, y de empezar, por lo menos, a tener personalidad intelectual y científica, con sólo cambiar de psicología. Y a eso irían encaminadas mis lecciones. Es ya el estudiante, les decía el otro día, el que debe, sin perjuicio de la extensión superficial de cultura que le imponen sus programas y sus ocupaciones escolares, detenerse a profundizar aunque sean dos o tres puntos en sus años de estudio. Pues bien; una vez terminada la carrera, se trata simplemente de seguir ejercitando esos hábitos y de seguir llevando adelante esas prácticas, en el estado de espíritu que hemos descripto como posible.

También hay exageración sobre la falta de tiempo. Que nuestras condiciones de trabajo intelectual son inferiores a las del investigador europeo, cuya existencia puede generalmente consagrarse fácilmente a una sola cosa, es bien cierto; pero, ¿a quién entre nosotros faltará una hora diaria, media hora diaria, para consagrarla a un trabajo o investigación, de un orden cualquiera, que no estén subordinados a nuestra profesión material? Empecemos por ser, con nosotros mismos, suficientemente sinceros.
Por lo demás, una gran cantidad de productores europeos han escrito obras importantísimas en condiciones semejantes, o menos holgadas, quizá, que las nuestras. Desde el punto de vista del tiempo, por ejemplo, podría citar, y bastaría un caso solo, a Stuart Mill, cuya magistral “Lógica”, obra que requiere, aun solamente para comprenderla, una tan honda meditación, habría sido pensada en los momentos de que el autor disponía para dirigirse de su casa al empleo que desempeñaba en la Compañía de Indias, y para regresar a aquélla.
Si los estudiantes, preparados por los hábitos y prácticas que les aconsejo, se formaran una voluntad firme de hacer dos cosas más adelante, cuando tengan una carrera, una profesión práctica, es posible que en algún tiempo, y quizá mucho menos difícilmente de lo que el hábito o la sugestión pasiva nos hace imaginar, nuestro medio intelectual se modificara:
Primero: mantener siempre esa hora diaria consagrada a un trabajo original, cualquiera que fuese. Y, segundo, continuar, después de adquirir un título profesional cualquiera, las lecturas, las reflexiones sobre algún punto que no se relacionara directamente o solamente con la práctica utilitaria de la profesión.
Creo que de todos los fenómenos intelectuales tristes que ocurren entre nosotros, el más triste de todos sea ese abandono que hacen nuestros profesionales (los de orden intelectual), una vez que su carrera está adquirida, de toda lectura y de toda reflexión que no conduzca a resultados prácticos inmediatos. No es tan reducida la cantidad de estudiantes de preparatorios o de derecho que, mientras son estudiantes, encuentran tiempo y afición para ocuparse de otras cosas que no sean sus exámenes y sus textos; pero es brevísima (a tal punto que con unos cuantos nombres, si correspondiera citarlos aquí, yo la agotaría) la lista de las personas en quienes esas aficiones no han muerto una vez que iniciaron su vida profesional.
Como les digo, pues: lo que hay entre nosotros (agregado indudablemente a los males de orden material o social de que he hablado), lo que nos afecta principalmente, es un mal de orden psicológico, y que es parcialmente remediable, que se atenuaría con voluntad y conciencia clara.
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Naturalmente, para creer en cuanto yo les digo, para sentirlo con un poco de entusiasmo, y para practicarlo, se necesita tener el espíritu suficientemente independiente para libertarse de ciertos paralogismos o confusiones que flotan en este momento, y constituyen los síntomas de una especie de epidemia intelectual.
La cultura, en el sentido amplio en que la he preconizado, tiene entre nosotros, y en muchos países que se encuentran o no en las mismas condiciones del nuestro, unos extraños enemigos.

Se sabe a qué movimiento intelectual me refiero.
Hace pocos años ha surgido una tendencia, sanísima y digna del mayor elogio en lo que tiene de positiva, pero profundamente funesta y absurda en lo que tiene de negativa.

Los hombres intelectuales, se han dado cuenta del valor de la práctica, de la industria, del comercio, de las profesiones manuales; pero, como sucede casi siempre en la historia del pensamiento, no se ha podido emprender el elogio de una cosa, sin al mismo tiempo combatir o denigrar lo que no era contradictorio, sino complementario de ella.

De manera que casi todos los que hoy escriben o declaman (y son bastantes) en favor de las profesiones manuales e industriales, creen que no pueden hacerlo sin deprimir al mismo tiempo a la alta cultura.

Entretanto, ese estado de espíritu no sólo es rebajante, sino que, como ya he procurado demostrarlo en esta cátedra, hasta se encierra en un círculo vicioso. La industria, la práctica, en el sentido que aquí se les da, precisamente viven de la cultura teórica. Si los declamadores de que me ocupo conocieran un poco mejor esos medios europeos que se señalan justamente por el desarrollo colosal y admirable de su industria y de sus descubrimientos de orden práctico, comprobarían fácilmente que casi toda esa práctica se alimenta de la cultura teórica, que la industria y la práctica son, digásnoslo así, parásitos de la ciencia; que no pueden vivir mucho tiempo por sí mismas; y que si la ciencia y la cultura teórica se debilitan, decaen correlativamente todas las manifestaciones prácticas del pensamiento y de la actividad humana.
Hace poco leía una descripción de las grandes fábricas y establecimientos industriales de Alemania, y recuerdo, entre otros hechos muy significativos, el siguiente: en ciertas tintorerías y curtidurías de ese país, el número de químicos investigadores que trabajaban a sueldo de la empresa, era mayor que el número de técnicos; no solamente se permite existir a esos teóricos, sino que, en aquellos países, que son la encarnación de la industria práctica, el número de teóricos es mayor que el número de técnicos. Aun dentro de una fábrica, el número de “teóricos” dedicados a investigar, era más crecido que el número de “hombres prácticos”, que se dedicaban a la producción propiamente dicha. Y es que, efectivamente, la cultura teórica, la alta cultura, es como el curso superior de los ríos, cuyas márgenes pueden ser, quizás, infecundas, pero que alimentan el curso inferior, cuya corriente fertiliza naciones enteras.

Una excepción aparente pudo señalarse: los Estados Unidos, país que durante mucho tiempo se caracterizó por su inmensa actividad de orden práctico, sin que ella fuera acompañada de una actividad paralela en el orden de la cultura teórica; pero justamente este ejemplo de los Estados Unidos durante aquella época, nos muestra que una nación puede ser tributaria de otras, no solamente desde el punto de vista político, sino desde otros puntos de vista más importantes todavía. Cierto es que la actividad práctica adquirió un desarrollo monstruoso y admirable en los Estados Unidos; pero, lo repito, este ejemplo nos muestra la naturaleza, como acabo de llamarla, parasitaria de la actividad práctica. La de los Estados Unidos mantuvo a ese país, en cierto tiempo, como tributario de Europa; como tributario, en un sentido mucho más amplio y mucho más importante que el político. Pero ese país supo realizar un movimiento para conquistar una segunda independencia, más valiosa todavía que la primera y conquistó su cultura propia en una segunda revolución norteamericana, en que tuvo tanto éxito como en la primera.